Es posible envejecer sin renunciar al entusiasmo

Es posible envejecer sin renunciar al entusiasmo

Oscar Arias Sánchez
Ex Presidente de la República
Conmemoración XXV Aniversario del Plan de Paz
Universidad Técnica Nacional.

Alajuela, 2 de octubre de 2012

Amigas y amigos:

Me conmueve profundamente conmemorar el aniversario del Plan de Paz en una universidad. En muchos sentidos, un campus universitario es lo opuesto a un campo de guerra. En la universidad se promueve el disenso y el pensamiento crítico. En la guerra se promueve la uniformidad y la sumisión irreflexiva. En la universidad se defiende el derecho de cada quien a construir la vida que sueña. En la guerra se le impone el deber de entregar su vida por orden ajena. En la universidad se admira el pensamiento. En la guerra se admira la fuerza. Aquí son héroes quienes obtienen buenas calificaciones y ayudan a sus compañeros. Allá son héroes quienes acumulan muertos y persiguen a sus enemigos. La búsqueda de la paz quiere decir el anhelo por un mundo que se parezca cada vez más a un campus universitario, y cada vez menos al infierno de un conflicto armado.

No es casualidad que los principales aliados de la paz en Centroamérica fueran, precisamente, los estudiantes universitarios. Aún cuando nos enfrentábamos a la oposición de las dos superpotencias de aquellos años, los Estados Unidos y la Unión Soviética; aún cuando aquí mismo, en Costa Rica, muchas personas esperaban el fracaso del Plan de Paz que presenté a los presidentes centroamericanos, los estudiantes nunca perdieron la esperanza. Los estudiantes nunca bajaron los brazos.

¿Por qué nos apoyaban los jóvenes más que sus padres? ¿Por qué nos defendían los estudiantes más que los jefes de periódicos o los analistas políticos? La respuesta se resume en un sentimiento que espero que ustedes aún no conozcan: el cinismo. Es cínico quien cree que el mundo está compuesto únicamente por seres egoístas, y que cada quien debe cuidarse su propia espalda. Es cínico quien desconfía siempre de las intenciones ajenas, y sospecha que los demás ocultan una agenda perversa. Es cínico quien se burla del optimismo y de la esperanza. Es cínico quien cree que la paz es una inocentada.

Tristemente, el cinismo es algo que adquiere la gente con los años. Requiere una cuota de cansancio. Exige un nivel de desencanto. Muchos se olvidan de los anhelos que abrazaban cuando recorrían los pasillos de una universidad. Muchos se olvidan de la pureza con que soñaban construir un mundo más justo y más humano. En medio del trajín de la vida cotidiana, renuncian a perseguir cometas y se conforman con la oscuridad que los rodea.

Hoy he venido aquí a decirles que el cinismo nunca es necesario. Es posible envejecer sin renunciar al entusiasmo. Hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, me gradué de la universidad y me llené de compromisos y responsabilidades adultas. Pero nunca abandoné mis sueños. Nunca me hice cínico. Nunca dejé que el pesimismo empañara mis esfuerzos. Y sólo un soñador podía imaginar un futuro mejor para Centroamérica, cuando la región se desangraba en medio de un brutal conflicto armado.

Ustedes, quienes únicamente conocen la Centroamérica de nuestros días, encontrarían difícil creer las historias que narraban los millones de refugiados que cruzaban las fronteras a mediados de los ochentas. Pueblos aniquilados por manos hermanas, con armas estadounidenses o soviéticas. Bases de entrenamiento secretas, en donde muchachos que apenas comprendían las razones de la guerra, se graduaban en el odio y la violencia. Un conflicto convertido en una contienda por la preeminencia militar de dos superpotencias, para quienes los países centroamericanos se usaban como fichas en el tablero.

Este fue el contexto en que fracasaron los procesos de mediación de algunos gobiernos latinoamericanos, que durante meses intentaron encontrar una solución al conflicto armado. Centroamérica quedó, entonces, de vuelta en la más devastadora orfandad, mientras que las presiones externas para que Costa Rica se sumara a la guerra, y la ayuda internacional en armamentos, dinero y entrenamiento militar para los contendientes, continuaba aumentando. No podíamos seguir esperando que las potencias extranjeras decidieran si querían que nuestros conflictos se resolvieran por la vía militar o por la diplomacia, porque los conflictos, que eran nuestros, estaban cobrando ya demasiadas vidas con balas ajenas. Por eso tomé la decisión, en enero de 1987, de redactar un Plan de Paz, una solución centroamericana para los centroamericanos.

El Plan de Paz contenía 10 acciones prioritarias, una de las cuales generó muchas críticas y dudas, pues decía: «simultáneamente con el inicio del diálogo, las partes beligerantes de cada país suspenderán las acciones militares». La tendencia mundial en solución de conflictos, en ese entonces y aún ahora, indica que las negociaciones se llevan a cabo precisamente para lograr el cese al fuego. El Plan de Paz, por el contrario, proponía el cese al fuego como una de las condiciones necesarias para poder dialogar sin presiones. Al final del día, ésa cláusula determinó nuestro éxito.

Muchas personas se opusieron al Plan de Paz. Algunos, porque creían que el gobierno de Nicaragua nunca entregaría voluntariamente el poder. Otros, porque pensaban que Costa Rica no podía darse el lujo de oponerse abiertamente a los Estados Unidos, que quería combatir por las armas al gobierno sandinista. Pero creo que, en el fondo, la gran mayoría de personas simplemente no creía que la paz fuera posible. Pensaban que estábamos siendo ingenuos. Pensaban que no era tiempo de confiar en las buenas intenciones. Pensaban, en suma, que la guerra era un mal necesario.

Quiero repetir esto porque lo van a escuchar muchas veces en su vida: una y otra vez, encontrarán personas que les dirán que la violencia está mal, pero que no tenemos alternativa. Que la guerra es dolorosa, pero es inevitable. Esas eran las voces que se alzaban por todos los rincones durante la década de los ochenta. Querían convencernos de que las armas eran la única salida para una región sumida en problemas.

Al reunirnos en ciudad de Guatemala, en agosto de 1987, de alguna manera los presidentes centroamericanos entendimos que aquella sería nuestra única oportunidad. Sabíamos que las potencias mundiales no tendrían paciencia y que si no encontrábamos una solución nuestra, la solución nos sería impuesta desde afuera. Saber eso, sentir que la vida de millones de centroamericanos estaba atada al designio de unas cuantas horas, nos infundió la fuerza que necesitábamos. Encerrados en un cuarto de hotel, del que prometimos no salir hasta no alcanzar un acuerdo, logramos firmar la paz en las horas de la madrugada.

Ese fue el principio del final de la guerra. Aún después de la firma del acuerdo, hubo quienes buscaban cualquier excusa para declarar el fracaso. Enfrentamos presiones inmensas de parte del gobierno del presidente Ronald Reagan y de los regímenes de Mijaíl Gorbachov y Fidel Castro. Pero defendimos nuestra voluntad. No sólo porque era nuestra, sino porque ninguna guerra ideológica justifica la muerte de seres inocentes. Ningún pulso por asegurar la hegemonía internacional de un pueblo, puede labrarse con el sacrificio de otros pueblos.

Gracias al apoyo de la comunidad internacional y a la estoica perseverancia de los gobiernos centroamericanos, las presiones extranjeras disminuyeron y la construcción cotidiana de la paz pudo empezar. Esa construcción, sin embargo, no ha concluido todavía. A pesar de que ya no se matan los jóvenes guerrilleros, sí se matan los jóvenes pandilleros; a pesar de que ya no lloran las madres porque sus hijos están en la guerra, sí lloran porque no están en el colegio; a pesar de que ya no emigran los pueblos por causa de la violencia, sí emigran por hambre y por falta de oportunidades. Seguimos construyendo la paz, queridos estudiantes, y ése es un proceso en que ustedes están llamados a participar.

Algunos pensarán que están muy jóvenes todavía para pensar en cambiar el mundo. Tal vez. Pero John F. Kennedy tenía 29 años cuando fue electo congresista. La Madre Teresa de Calcuta tenía 18 cuando ingresó a la Orden de las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto. Martin Luther King tenía apenas 35 años cuando ganó el Premio Nobel de la Paz. Mahatma Gandhi tenía 24 cuando inició la defensa de los derechos civiles de los indios que trabajaban en Sudáfrica. Verdaderamente les digo: no hay una edad para los sueños.

Les corresponde a ustedes descubrir cuál es la injusticia que los indigna. Cuál es el dolor que los conmueve. Cuál es la causa que los apasiona. Les corresponde determinar cuál es el equivalente, en su tiempo, de lo que para mí fue la guerra civil en Centroamérica. Hoy he venido a pedirles que busquen su cruzada. Que encuentren su quimera. Les pido que se atrevan a escuchar sus propias emociones y que descubran, en la lumbre del corazón, la llama que aviva sus sueños. ¡Hay en el mundo tantos molinos esperando quijotes, y hay también tantos quijotes buscando escuderos!

En el centro de Rangún, en la República de Myanmar, vive una mujer que durante más de veinte años ha luchado por la democracia y los derechos humanos de su pueblo. Su nombre es Aung San Suu Kyi, y necesita escuderos.

Un monje de casi ochenta años recorre el mundo predicando la paz y el perdón, y defendiendo a una pequeña nación en las faldas del Himalaya. Sus seguidores lo conocen como el Dalai Lama, y necesita escuderos.

Un obispo anglicano predica desde Sudáfrica la reconciliación y la tolerancia, en un país que durante décadas fue víctima del odio y la segregación racial. Su nombre es Desmond Tutu, y necesita escuderos.

Mientras pronuncio estas palabras, miles de jóvenes ocupan las calles de Egipto y de Siria, confundidos entre el fanatismo religioso y el afán de libertad. Miles de familias buscan rehacer sus vidas en Sudán, después de un genocidio que generó una ola arrolladora de refugiados. Miles de madres intentan conciliar el sueño en el temor de la guerra en Irak y Afganistán. Millones de niños padecen de hambre. Millones de jóvenes abandonan el colegio. Las injusticias son inmensas pero también son inmensas las oportunidades.

Hoy les pido que no miren al mundo con apatía. Que no lean el periódico con indiferencia. Les pido que entiendan que el Plan de Paz es tan sólo un capítulo de una larga novela, cuyo final no ha sido escrito todavía. Es la historia del poder de la razón sobre el poder de la fuerza. Es la historia del perdón que acalla el cañón. Es, en última instancia, una historia de amor. De amor al prójimo. De amor a la vida. De amor a la libertad y al derecho a perseguir la felicidad.

Amigas y amigos:

A veces quisiera viajar en el tiempo y encontrarme con el Oscar Arias de 1987. Me encantaría sentarme una tarde de lluvia a conversar con él las cosas que aprendí con el tiempo. Me gustaría contarle del éxito del Plan de Paz. Me gustaría hablarle del desarrollo que poco a poco va alcanzando la región centroamericana. Me gustaría darle noticias de mi familia y de mis amigos de toda la vida. De hecho, si hoy mismo me lo topara esperando en la terraza de mi casa, quizás le diría: «no me vas a creer, pero vengo llegando de ver una película sobre el Plan de Paz, en una universidad estatal que inauguramos en Alajuela. Y fíjate que el rector es Marcelo Prieto».

Porque Marcelo es uno de esos amigos de toda la vida. Fuimos compañeros en la Asamblea Legislativa, entre 1978 y 1982, y nos tocó luego luchar juntos por la creación de esta universidad. A él, y a Janina del Vecchio, quien fue diputada por esta provincia durante mi segunda administración, quiero darles una vez más las gracias por hacer realidad este proyecto.

En esta vida no sólo hay que luchar por la paz. Además hay que saber qué hacer con ella. Los pueblos necesitan librarse de la violencia, pero también de la ignorancia y de la pobreza. Esta universidad es el símbolo de lo que viene después de la guerra. Es el símbolo del progreso que le entrega a los jóvenes un libro en lugar de un fusil, un aula en lugar de una trinchera. Quizás nunca sabremos cómo serían nuestras vidas de no haberse firmado el Plan de Paz. Quizás nunca sabremos qué habría sido de Costa Rica si la hubieran arrastrado al conflicto. Pero es casi seguro que no estaríamos hoy aquí. Es casi seguro que habríamos pagado, con subdesarrollo, el costo de la guerra.

¡Cómo no recorrer con emoción estos pasillos! ¡Cómo no mirar con asombro a esta generación de estudiantes, que se libró de ser una generación de soldados! Y ¡cómo no pedirles, jóvenes, amigos, que abracen la causa de la paz como una bandera! Que renuncien al cinismo que carcome los huesos. Que se lancen a construir su propia quijotada. Que persigan su ideal como a un cometa y que sean, para siempre, compañeros de viaje en la lucha de los sueños. En palabras de Jorge Debravo: «en el lomo del último horizonte / dejaremos la paz y la esperanza / como lunas inmensas, suspendidas / sobre odios, crepúsculos y almas».

Muchas gracias.