Óscar Arias Sánchez
Presidente de la República
1968 fue un año para la historia. La estabilidad económica de las naciones occidentales vaticinaba un periodo de calma, un mar tranquilo en el siglo XX. Pero las aguas se estremecían en el fondo del tiempo y el 5 de enero, apenas cruzado el umbral del año nuevo, la primera ola sacudió al mundo con el ascenso al poder de Alexander Dubček y su promesa de expandir la democracia y la libertad del pueblo checoeslovaco, dando inicio a la Primavera de Praga. Los siguientes meses fueron un mar agitado, en que las noticias de todos los continentes recorrían la Tierra como olas que reúnen fuerza para reventar. Interminables demostraciones contra la guerra en Vietnam, el asesinato de Martin Luther King Jr y de Robert Kennedy, y el atentado contra el líder estudiantil Rudi Dutschke sucedieron, todos, en el corto periodo de seis meses.
No es de extrañarse que haya sido precisamente en ese contexto de violencia e indignación en que el poder estudiantil irrumpió en el escenario mundial, en los disturbios conocidos como el Mayo Francés. Miles de estudiantes parisinos salieron a las calles bajo el liderazgo de Daniel Cohn-Bendit, Dany el Rojo, a proclamar el inicio de una revolución. Las paredes se inundaban con frases como «seamos realistas, exijamos lo imposible», y el movimiento se reproducía en las principales universidades europeas, como réplicas de un mismo terremoto.
En esos días yo era un estudiante de doctorado en Ciencias Políticas en Inglaterra, donde las protestas estudiantiles ocurrían con particular fervor. Preocupado por las implicaciones de aquellos acontecimientos, le pedí a don Guido Fernández, en aquel entonces director del periódico La Nación, un espacio para opinar sobre lo que sucedía. Cuarenta años después, he querido rescatar algunas frases de ese artículo publicado en junio de 1968.
«Al salir de la biblioteca de la Escuela de Economía en Londres, me encuentro con un cartel que dice lo siguiente: ‘Solidaridad con el estudiantado francés. La revolución de 1968 no es sólo contra la sociedad capitalista sino también contra la sociedad industrial. Muerte a la sociedad del consumidor. La sociedad de la alienación debe desaparecer. Nuestra lucha es por un mundo nuevo y original. La imaginación debe alcanzar el poder. Viva Francia. Viva Inglaterra».
No se puede hacer la revolución sin ciertos ídolos comunes; todo credo, incluso el más anarquista, requiere de sus propios dioses. La fe en esos dioses, en los ideólogos de aquella época, mantenía unida a la juventud radical en Cuba o en Bolivia, en Francia o en Alemania. Así lo dije entonces: «…el paradigma es Cuba. La Habana se ha convertido en la Meca del revolucionario universitario. Del régimen cubano se admira su improvisación, su sentido de revolución permanente, su cisma con el comunismo clásico, su antimaterialismo y, sobre todo, su continua lucha contra los Estados Unidos…Además del Che Guevara, el radicalismo occidental ha encontrado su inspiración en los libros de Herbert Marcuse, Regis Debray y Frantz Fanon».
Como cualquier estudiante de aquella época, yo también participé en varias manifestaciones en contra de la cruel, inútil e innecesaria guerra en Vietnam, coreando proclamas contra el Presidente Lyndon B. Johnson; yo también leí a Marx, a Marcuse, a Debray y a Fanon. Pero nunca fui radical. Nunca creí que la revolución violenta fuera el medio por el cual se alcanzan mejores sociedades. Quienes así pensaban constituyeron siempre una minoría, una minoría que perseguía las más ingenuas utopías a través de los caminos de la fuerza. Una minoría que, en su afán por abolir cualquier forma de jerarquía, acabó por someterse a lo que Miguel de Unamuno llamó la más odiosa de las tiranías: la de las ideas. Creía el gran pensador español que no hay cracia más aborrecible que la ideocracia, que conlleva, como secuela obligada, la ideofobia y la persecución en nombre de otras ideas. «Vivir todas las ideas para con ellas enriquecerme yo en cuanto idea, es a lo que aspiro. Luego les saco el jugo, arrojo de la boca la pulpa; las estrujo y ¡fuera con ellas! Quiero ser su dueño, no su esclavo. Porque esclavos les son esos hombres de arraigadas convicciones, sin sentido del matiz ni del nimbo que envuelve y aúna a los contrarios; esclavos les son todos los sectarios, los ideócratas todos».
El radicalismo es el germen de toda intolerancia y es la hiedra que envenena cualquier intento de creación. Ningún radical transformará el mundo para bien. Aquellos soñadores de 1968 tuvieron que entenderlo, aunque tal vez demasiado tarde. Su revolución se esfumó después de algunos días, y su mayor contribución, lejos de haber sido una nueva sociedad, fue una sociedad algo más consciente de la inutilidad de los sueños que ocultan espejismos.
Yo espero que la juventud actual pueda también entenderlo. Sé que la mayoría de los estudiantes, en cualquier parte del mundo, se preocupan hoy más por terminar su carrera, obtener un empleo digno y contribuir con su país, que en perseguir una pretendida nueva sociedad. Sin embargo, sé también que aún sobreviven algunas minorías, sobre todo en nuestra América Latina, que continúan sujetándose a esa misma utopía. Mayo del 68 bien podría ser mayo de 2008 para quienes continúan teniendo a Los condenados de la Tierra como su libro de cabecera. Con tantas luchas nuevas en la vida, ¡cómo gastarse librando unas batallas ya prescritas! Hoy que la humanidad es más libre que nunca, ¡cómo someterse voluntariamente a la ideocracia de aquellos que vivieron cuarenta años atrás.
El mundo cambió. Y no lo digo sólo yo, que fui uno más de los miles de estudiantes que vivieron el Mayo Francés. Lo dice, con particular simpleza, su gran líder y artífice, Daniel Cohn-Bendit, hoy copresidente de Los Verdes en el Parlamento Europeo: «Después de 40 años, el contexto ha cambiado radicalmente. El mundo de la Guerra Fría desapareció, así como las escuelas y las fábricas organizadas como barracas…Ese mundo ha sido reemplazado por un mundo multilateral, que incluye el SIDA, el desempleo, la crisis energética y climática, y muchas cosas más. Así es que permitamos que las nuevas generaciones definan sus propias batallas y deseos». Así sea.
San José, mayo de 2008