Oscar Arias Sánchez
Día de la paz firme y duradera
Asamblea Legislativa
San José, Costa Rica
7 de agosto de 2018
Amigas y amigos:
La Asamblea Legislativa me honra profundamente al declarar el 7 de agosto como “Día de la paz firme y duradera”. Pero, sobre todo, se honra a sí misma. Porque hoy le muestra al mundo que cree en la bondad del ser humano; que cree en la capacidad de los pueblos de aprender de sus errores y de reescribir la historia. Que los centros educativos se comprometan con la causa de la paz es una muestra más de que sus alumnos y su país tienen en orden sus prioridades. Hoy sé que mis luchas por la paz en Centroamérica serán recordadas por las generaciones futuras, y que año a año nuestros estudiantes aprenderán a no caer en la trampa de creer que siempre disfrutaremos de la paz que hoy tenemos.
Como dije el día en que recibí el Premio Nobel de la Paz: “La paz no es un asunto de premios ni de trofeos. No es producto de una victoria ni de un mandato. No tiene fronteras, no tiene plazos, no es inmutable en la definición de sus logros. La paz es un proceso que nunca termina.” Cada día estoy más convencido de que la paz no es el producto espontáneo de ciertas almas iluminadas, sino del arduo trabajo de seres imperfectos, que luchan diariamente por aprender el arte del diálogo, de la tolerancia y del respeto. La paz no nace, se hace. No se recibe como una medalla, sino que se aprende como una disciplina. La paz es un valor, quizás el más importante, y por eso debemos protegerlo, preservarlo y fortalecerlo. De ahí que debamos educar para la paz.
Hay en los anales de la humanidad demasiados actos de barbarie ejecutados por personas estudiadas. Hay demasiados ejemplos de líderes y generales que no usaron su educación más que para sembrar odio y división. Esto es lo que ocurre cuando la educación es un sencillo compendio de datos sin valores, una transmisión de ideas sin emociones. Cuando educamos eruditos y no sabios. Cuando formamos exegetas y no seres humanos. ¿De qué le sirve al mundo forjar letrados, si esos letrados no comprenden el valor de una vida? ¿De qué le sirve al mundo formar catedráticos, si esos catedráticos consideran que no hay nada malo o censurable en una invasión militar ilegal? ¿De qué le sirve al mundo graduar estudiantes, si a esos estudiantes les da igual que mueran de hambre millones de personas cada día, mientras cada día se destinan 4 mil millones de dólares al gasto en ejércitos? ¿De qué le sirve al mundo capacitar profesionales en ciencia y tecnología si les da lo mismo que mueran miles y miles de personas, en la más cruenta, la más absurda, la más aberrante de las violaciones a los derechos humanos: el enfrentamiento armado?
Creo que todos los sistemas educativos del orbe deberían involucrarse en la construcción de la paz. La educación debe transformar radicalmente al mundo, o no vale la pena. Debe ser el motor de cambio por excelencia, o ha fallado en su misión histórica. Porque no es un fin, sino una senda. Es la vía de superación de una especie en eterna adolescencia que lucha, desde hace milenios, por alcanzar la madurez.
Viendo el mundo a través de un catalejo, parece ser obvio que estamos educando para construir sociedades más prósperas. El siglo XX fue, sin duda, el más prolífico multiplicador de riqueza que haya conocido nuestra historia, pero fue también vidriera inmensa de una barbarie sin precedentes, un salvajismo que nunca desplegó ni el más primitivo de los trogloditas. Nunca antes el ser humano logró asesinar a tal escala. Nunca antes el odio envenenó tanto las palabras. Nunca antes la muerte reinó con tal impunidad sobre las comarcas de todas las razas. Nunca antes tantas lágrimas rociaron las piedras de la indiferencia. Nunca antes tantas mentes, tantas ideas, se despeñaron en el barranco de la tortura y de la violencia.
¿Cuál fue el papel de la educación en todo esto? ¿De qué manera contuvo el declive del espíritu humano? ¿Fue acaso la ignorancia de los textos, de los códices, de los pensamientos de los sabios, la culpable de las guerras civiles en que se aniquilaron millones de hermanos? ¿Fue que nos faltaron maestros, o fue que nos sobraron soldados?
Creo que a los sistemas de educación les ha hecho falta introducir en su currículo una asignación de educar para la paz y con la paz y de promover una educación creativa. Educar para la paz y con la paz resulta esencial. Porque puede enseñar las herramientas correctas, porque puede equipar a los estudiantes con las habilidades necesarias para promover un mundo más humano. La educación, en sí y por sí misma, tiende a ser un vehículo para la paz. La violencia es, casi siempre, producto del miedo, de la ignorancia y del prejuicio.
Pero una buena educación no garantiza per se una escala de valores. Necesitamos una educación con un norte ético, una educación orientada a preservar la vida como valor principal de la especie humana.
Sé bien que todo sistema educativo alberga reservas en torno a mezclar las cuestiones académicas con las morales. Es cierto que pretender darle una orientación ética a la educación puede ser, con demasiada facilidad, una trampa para inculcar determinado credo o ideología. Y ése es un riesgo siempre presente en la enseñanza: el riesgo de querer pasar, como visión de mundo, lo que no es más que la opinión de unos cuantos, o incluso de la mayoría.
Si las universidades, si las escuelas y los colegios fallan en transmitir la elemental preocupación por la paz, la educación fracasa como instrumento de cambio; fracasa como vía para sanar los dolores de la humanidad.
Educar para la paz y con la paz quiere decir reconocer todas estas cosas. Y quiere decir, además, construir en las aulas el mundo que queremos ver en las calles. Muy a menudo, hay un afán competitivo y violento en nuestras escuelas. Se les tolera a los estudiantes el hacerle “bullying” a sus compañeros ante la indiferencia de los profesores. Se les permite a los jóvenes una guerra de palabras que es el germen de la guerra con las armas. Se les enseñan valores patrióticos que rayan en la xenofobia, y hay un énfasis continuo en retratar al “otro” como el enemigo a vencer. Y esto es preocupante porque si hacemos de la paz una asignación extracurricular, acabará por ser una actitud extracurricular, una rareza de los bohemios y los soñadores, y no la misión de los educadores.
No hay una receta para educar para la paz. La educación para la paz debe ser creativa, requiere de imaginación y de ingenio. Requiere que los estudiantes aprendan a desarrollar capacidades de adaptación a circunstancias adversas. Requiere que cada joven aprenda a ver el mundo por un lente más amplio, a entender que hay muchas maneras de abordar los problemas y muchas formas de solucionarlos. Al final del camino, toda guerra es el fracaso de las políticas que se emplearon para evitarla. Entre más opciones aprendan a encontrar nuestros estudiantes, y más capacidad tengan de ser creativos en la solución de los conflictos, más pacífico será el mundo en que vivimos.
La educación creativa debe ser también una educación humanista. Porque sólo una educación integral puede erradicar la intolerancia que es la base de la guerra. Conocer historia universal, conocer sobre otros pueblos y otras culturas, pero especialmente conocer su propia historia para aprender de sus errores.
De ahora en adelante nuestros estudiantes aprenderán a conocer un capítulo más de la historia de su patria y recordarán que, un día como hoy hace treinta y un años, iniciamos una ofensiva por la paz en Centroamérica con las únicas armas que conocemos: el diálogo, el convencimiento, la búsqueda de coincidencias, la fe en nuestros valores de libertad y de democracia.
Hoy se cumplen treinta y un años desde que los presidentes centroamericanos fuimos a Guatemala a hablar de paz y nos comprometidos en un proceso político sin precedentes. Fuimos a hablar de paz en torno a una propuesta de Costa Rica.
Los cinco presidentes que firmamos los acuerdos de paz en aquellos días de 1987, no fuimos sino los últimos relevos de una carrera por la supervivencia de Centroamérica. Nos fue entregado un relevo de sangre, de muerte y de dolor; un relevo de odio, de intolerancia y desesperación. Es cierto que fuimos los artífices de la paz en el istmo, pero también es cierto que, sin la guerra, sin el caos, sin la macabra aniquilación, nuestro protagonismo nunca hubiera sido necesario. Porque, como bien afirmara Bertold Brecht, no es desdichado el pueblo que carece de héroes, sino el que los necesita.
Declarar el 7 de agosto como “Día de la paz firme y duradera”me conmueve profundamente. Para la generación que vivió aquella época, que respaldó nuestros esfuerzos por lograr la firma del Plan de Paz, esta fecha será un aviso que por siempre señalizará aquellos años de dolores y de sueños. Para los presidentes centroamericanos que protagonizamos ese esfuerzo, es un gesto más de la gratitud de un pueblo que reconoce, en la paz, la más hermosa herencia.
Pero esta declaratoria es quizás más importante para las personas jóvenes, para las nuevas generaciones. Porque ningún costarricense de más de 40 años necesita que le recuerden los horrores de la guerra. Ninguno necesita que le describan los desfiles de ataúdes, porque los vio en los noticieros. Ninguno necesita que le cuenten sobre las olas de migrantes y desplazados, porque los conoció en persona. Ninguno necesita que le relaten el sonido de la metralla, el humo después de un tiroteo, el rostro de las madres que buscan a sus hijos entre los muertos alineados en el suelo, descomponiéndose al aire libre.
Trágicamente, hoy una nueva generación de hermanos nicaragüenses se ha asomado a estos abismos. A esos jóvenes que hoy están en la mira de los francotiradores y en la ruta de las caravanas paramilitares, les envío desde aquí toda mi fuerza, todo mi apoyo, toda la convicción que me han legado décadas de lucha por la paz alrededor del mundo.
Que no dude la Nicaragua joven: Centroamérica está de su lado. Y de su lado está también la historia. Hay un futuro mejor para Nicaragua. No es un futuro automático. Es un futuro que se labra con la mente, con el espíritu y con las manos.
El triste retroceso de Nicaragua nos recuerda que la paz no puede darse por sentada. Que a la libertad hay que rescatarla constantemente de la amenaza del populismo y de los delirios autoritarios. En la defensa de la democracia, no es posible el descanso. Debemos velar su sueño y custodiar su vigilia; porque lo que en ella se construye de día, puede con facilidad destruirse en la noche. El demócrata realista sabe que siempre debe montar guardia, porque no hay victoria política irreversible ni progreso institucional que no esté sujeto a cambios y revisiones. Aquello que ven nuestros ojos al caer la tarde, puede no estar ahí al primer despunte del alba.
Ningún país está vacunado contra el populismo y la demagogia. Debemos estar permanentemente alertas y apostar por los mecanismos que fortalecen el marco institucional. El futuro democrático de Centroamérica no depende solo de elegir a mejores líderes, sino de formar mejores instituciones, instituciones que fomenten el debate crítico y plural; instituciones que hagan valer la ley y el bien común sobre los intereses individuales y gremiales; instituciones que afirmen el sistema de pesos y contrapesos, y que proscriban la injerencia militar en el gobierno civil; instituciones que destierren la corrupción y que hagan de la profesión política el mayor honor al que pueden aspirar las personas más capacitadas de la sociedad.
Por más de veintidós años labramos con denuedo la paz y el Estado de Derecho en nuestras naciones centroamericanas. Por más de veintidós años hicimos prevalecer la ley sobre la fuerza, y la institucionalidad democrática sobre el capricho individual. Por más de veintidós años reforzamos la existencia de gobiernos elegidos por el pueblo, respaldados por poderes independientes y mutuamente controlados. Por más de veintidós años tejimos con paciencia un manto constitucional para cobijar a nuestros ciudadanos. Y una noche del año 2009 bastó para que una Penélope violenta destejiera aquel manto y anudara su lana en un ovillo enredado. El sol se puso sobre una frágil democracia centroamericana, y amaneció sobre una democracia quebrantada. Y de eso dan fe, tristemente, los hermanos hondureños. Me correspondió ser el primer Jefe de Estado en condenar el golpe militar y llevar a acabo la negociación, lamentablemente infructuosa, para el restablecimiento del orden constitucional en ese país.
Esta trágica experiencia fue una advertencia para todas las otras democracias del continente, que no están exentas de correr igual designio. Valga esta historia para recordar que de fortaleza institucional se trata y de que el mayor reto que tenemos los centroamericanos es democrático.
La falta de consolidación de la democracia en Centroamérica se puso en mayor evidencia cuando Daniel Ortega ganó su tercer mandato consecutivo al frente del gobierno de Nicaragua con el favor del Tribunal Electoral y la descalificación de la oposición en plena contienda.
Yo fui testigo del triunfo de la Revolución Sandinista y del aluvión de esperanza que desató en el hermano pueblo de Nicaragua. Unos años después lideré el proceso de negociación que culminó con la firma de la paz en Centroamérica. Y mis ojos no pueden creer que todo aquello haya desembocado en la pantomima de hoy. No fue para esto que murió Sandino. No fue para esto que desfilaron los ataúdes en Jinotepe, en León, en Masaya y en Managua. Tenemos una deuda pendiente con el pueblo nicaragüense, al que le prometimos una vida mejor con la transición a la democracia. Le debemos, primero, democracias verdaderas. No solo en las urnas, sino en las instituciones: en las cortes, en los servicios públicos, en los organismos electorales, en las contralorías públicas. Y le debemos, además, democracias eficaces, capaces de rendir frutos y de hacer más vivible la vida.
Porque la democracia, para ser efectiva, ha de ser un ejercicio de reciprocidad, una construcción colectiva en donde cada quien actúa como vigía de los derechos propios y ajenos. Las democracias no pueden defenderse en retrospectiva. Es en el momento mismo de la amenaza en donde hay que alzar la voz y denunciar. Luego, puede ser demasiado tarde. Nosotros aún estamos a tiempo para levantar nuestras voces y denunciar los constantes atropellos al sistema democrático y a los derechos humanos que actualmente perpetra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Aún estamos a tiempo de apoyar al pueblo nicaragüense que ha tomado las calles para demandar un cambio por parte de un gobierno que ha venido socavando sistemáticamente las bases de la democracia; un gobierno corrupto y asesino que amasa poder y riqueza frente a un pueblo que sigue padeciendo el látigo de la miseria.
Ignoro cuál será el desenlace de las protestas que se han desatado en Nicaragua. No sé cómo terminarán las demostraciones de insatisfacción del pueblo nicaragüense con el gobierno de Ortega. Lo primero que debe acabar es la represión. Además, debe darse la liberación de todos los detenidos durante las manifestaciones, así como reanudar cuanto antes la mesa de diálogo. En Nicaragua ha emergido una fuerza popular muy poderosa conformada por el estudiantado universitario. Actualmente son los jóvenes nicaragüenses, muchachos de 15, 18 y 20 años los que le están dando al mundo una muestra conmovedora de sacrificio, compromiso y amor a la libertad.
Guardo la esperanza de que el diálogo permita encontrar una salida pacífica a la terrible situación que se vive en las calles de Nicaragua. Hace treinta y un años, cuando luchábamos por la paz en Centroamérica, fueron los estudiantes los que primero salieron a defender nuestra causa y a luchar por ella. Tengo plena confianza en que, al final del camino, los estudiantes nicaragüenses volverán a levantar la bandera de su país en paz y en democracia. Libres una vez más.
Amigas y amigos:
Qué frustrante resulta a veces observar cómo la historia gira sobre su propio eje. Que frustrante resulta comprobar cómo nuestra América Latina aguarda perennemente en la antesala del desarrollo, y al intentar cruzar el umbral hace girar sobre sus goznes la puerta giratoria, para salir de nuevo al mismo sitio en donde se encontraba diez, veinte o treinta años atrás. Un aire de repetición ha invadido nuestros países, y es difícil no sentirse como Tántalo, intentando beber del agua que se encuentra siempre un poco más allá.
Debemos intentar fijar un rumbo claro para nuestras democracias. No abandonemos la tarea de fortalecer las instituciones y el Estado de Derecho en todo el continente. Porque todavía podemos salir por el lado correcto de esa puerta giratoria. Todavía podemos entrar al salón principal del banquete del mundo. Hay que tener visión y coraje, y un heroísmo consciente de que, en estos tiempos, más que mártires de la patria, se requieren vigías de la democracia.
Muchas gracias.