Oscar Arias Sánchez
Es una gran ironía que la ola democratizadora en América Latina haya generado un efecto auto-censurador en el discurso de quienes, durante décadas, alzaron la voz con valentía en contra de las dictaduras que marcaron con plomo la región.Una vez que los gobiernos latinoamericanos empezaron a ser el resultado de elecciones democráticas; una vez que la tortura, las desapariciones, los asesinatos masivos dejaron de abofetear la dignidad de millones de seres humanos, surgió en el medio internacional un nuevo estándar retórico. Como ya no se puede llamar dictadura a ningún gobierno en la región, con excepción de Cuba, es “políticamente incorrecto” ser demasiado agresivo en el ataque al comportamiento de ciertos líderes con tendencias indiscutiblemente autoritarias.
Nos hemos sumido en un nivel de crítica demasiado tenue. Por respeto a la soberanía de los países, y sobre todo por respeto al hecho de que las propias poblaciones son quienes eligen perpetuar estos regímenes, no hemos utilizado las palabras apropiadas para condenar categóricamente el comportamiento de gobernantes como Nicolás Maduro.
Es hora de sacudir los buenos modales. En Venezuela se están cometiendo violaciones a los derechos humanos y no importa si Maduro se cree líder electo libremente, y no importa si las encuestas reafirman su popularidad, y no importa si algunas de sus políticas sociales supuestamente buscan aliviar la pobreza, y no importa si carecemos de mecanismos efectivos para que la comunidad internacional intervenga, a fin de cuentas quien suprime a la oposición es un enemigo de la democracia.
No puedo ni quiero atemperar la acusación. Maduro está persiguiendo a sus opositores con una maquinaria institucional cómplice y corrupta. Su proceder en contra de Leopoldo López, María Corina Machado, varios alcaldes de la oposición e innumerables estudiantes que se han lanzado a las calles para protestar contra el régimen, es un atropello a todo lo que inspira la Carta de las Naciones Unidas, la Carta Democrática de la Organización de Estados Americanos y en general el ordenamiento internacional de los derechos humanos.
Dirán que es poco lo que podemos hacer. Dirán que aquello tiene asomos de proceso judicial y es difícil demostrar la total arbitrariedad de las investigaciones. Dirán que hay que ser cuidadosos de no equiparar el gobierno venezolano a otros regímenes mucho más brutales. Me tiene sin cuidado. En las palabras de Willian Faulkner: “Creo que el hombre no solo perdurará, sino que prevalecerá. Creo que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia.”
No basta tener una voz. La voz debemos usarla para defender los más caros valores de la humanidad. Me sumo al coro que pide la liberación de Leopoldo López. Me uno al coro que pide el fin del proceso contra María Corina Machado. Me sumo al coro que condena este circo alucinador en donde la locura se hace pasar por inventiva y la intransigencia por patriotismo.
Lo más probable es que el gobierno de Maduro ignore mis palabras. Con suerte, me endilgará el caché de ser agente de la CIA. Lo que no puede ignorar es una verdadera avalancha de censura internacional. Lo que no puede ignorar es la sumatoria de miles y miles de voces en cientos de países, articulando la condena que hasta ahora no ha adquirido la contundencia que merece.
El único comportamiento que un demócrata puede aceptar de parte de Maduro es el cese de toda hostilidad contra los opositores. En ninguna democracia del mundo existen presos políticos. “Libérenlos. Libérenlos. Libérenlos.” Eso es lo único que es políticamente correcto decir, porque es lo único que es humanamente correcto exigir.
Ex Presidente de la República de Costa Rica
Premio Nobel de la Paz 1987
San José, 17 de junio de 2014
Publicado en el periódico La Nación