Discurso pronunciado el 23 de abril de 1979 por el Dr. Oscar Arias Sánchez, Diputado por la Provincia de Heredia, en la Asamblea Legislativa de Costa Rica.
El 20 de marzo se presentó en esta Asamblea, haciendo uso del derecho que le confiere el artículo 145 de la Constitución Política, el señor Juan José Echeverría Brealey, en su calidad de Ministro de Seguridad Pública del gobierno del Presidente Rodrigo Carazo Odio. Se presentó aquí, voluntariamente, muy preocupado de que la Historia fuera a pensar que vino obligado por esta Asamblea.
Vino con esa preocupación histórica a decirnos que ni él ni su gobierno son culpables del ingreso ilegal de armas de que se les acusa.
Vino a decirnos que se siente orgulloso de vestir el uniforme de los guardias civiles.
Vino a decirnos, con arrogancia, cuán valiente es y cómo le gusta sentir el peligro en sus giras por la frontera norte.
Vino a decirnos, con orgullo, que sin gastar ni un colón había conseguido armas de guerra para Costa Rica.
Vino a decirnos, con jactancia, cómo su teoría del «préstamos de armas» permitía militarizar al país sin darle cuenta a nadie y sin violar disposición alguna.
Vino a decirnos, consternado, cómo el documento en que consta la triste operación «Jaque Mate» era un borrador no firmado y, por tanto, sin validez, pero que se estaba ejecutando y él lo compartía.
Vino a decirnos, con aire victorioso, cómo el primer uso que se hacía de sus flamantes de guerra era para perseguir a quienes hoy luchan por la libertad y por la democracia en la vecina Nicaragua.
Vino a decirnos, sin inmutarse, que cree en la paz, pero que su deber es prepararse para la guerra.
Vino a decirnos, con altivez, que tener valor es poseer armas de guerra, y cobardía escudarse en la paz y en la confianza en la comunidad internacional.
Vino a decirnos, con celo, que la traída clandestina de armas de guerra era un mandato de la seguridad nacional.
Vino a decirnos, con inocencia, que Costa Rica aceptó el reto armamentista por culpa de Somoza y sus violaciones de la frontera norte.
Vino a decirnos, con demagogia, que nuestros guardias civiles estaban sin cantimploras y sin zapatos, sin tiendas y sin abrigo.
Vino a decirnos, con entusiasmo, que sus ejercicios militares eran obligatorios para dar cumplimiento a compromisos internacionales.
Vino a decirnos cuán importante era entrenar a un ejército de reserva, siempre que lo hiciera el gobierno y no los partidos políticos.
Vino a decirnos, en fin, que la crítica contra la intención de armar al país no es más que una tempestad en un vaso de agua.
Quieran Dios y la patria que la voluntad histórica del Ministro de Seguridad Pública no sea atendida porque, si lo fuera, no sería para atestiguar sobre su asistencia voluntaria a esta Asamblea, sino para colocar en la Historia su discurso como la oportunidad en que se descorrió el velo de quiénes pretenden seguir una política militarista. Por desgracia, las declaraciones del propio Presidente de la República, al afirmar que con estas armas Costa Rica tiene «una oportunidad razonable» de defenderse no hacen sino confirmar este temor.
¿De dónde arranca y cuán seria es la amenaza militarista que nos presenta el actual gobierno?
Luego de casi un año de estar en el poder, la administración Carazo Odio no ha definido ante el país su política económica y social. Promesas incumplidas, contradicciones y desconfianza, constituyen la peculiaridad de esta administración. Con solo leer los periódicos podemos ver que nada de importancia se inicia para el futuro, que no hay proyectos, que no hay capacidad creadora, que no existe una perspectiva de mediano plazo para desarrollar al país. Todo lo que está en marcha se inició en los pasados gobiernos liberacionistas.
El gobierno del Presidente Carazo ha invertido los términos del problema fronterizo con Nicaragua, no con el ánimo de defender nuestra soberanía y garantizar nuestra neutralidad en el conflicto interno del hermano país, sino con el deseo de militarizar a Costa Rica. No existe, como pretenden hacérnoslo creer el Presidente y su Ministro de Seguridad, una relación de causa y efecto entre ese problema y la necesidad de aumentar el aparato bélico de la Nación. Es indudable que la crisis se ha magnificado para justificar la carrera armamentista en que está empeñado este gobierno.
Creado así el motivo, lo demás resulta fácil, no importan las consecuencias que ello traiga: no importa si el manejo sectario y exhibicionista de la crisis desemboca en el derramamiento de sangre de patriotas y de víctimas inocentes de un gobierno irresponsable; no importa si con ello se hunden las más bellas tradiciones civilistas de un pueblo amante de la paz. Creada artificialmente la crisis, se la puede usar para atraer simpatías sobre el gobierno, máxime si, en el paroxismo de la demagogia, se rompen relaciones diplomáticas con el vecino. Entonces no se tendrá escrúpulos en afirmar, como lo hizo el Ministro visitante, que es preferible se le acuse por haber exagerado los peligros de la patria, a que se le censure por exceso de confianza.
Nunca antes se habían usado en Costa Rica los conflictos fronterizos con fines políticos internos. El gobierno actual ha violado esa norma para poder justificar, apelando al patriotismo, un armamentismo que busca otros fines. Es el gastado y peligroso recurso de crear artificialmente condiciones de peligro ante un ataque externo para lograr, de ese modo, la solidaridad en lo interno. Es el socorrido expediente del autocratismo para echar a los ojos del pueblo la arena que le impida ver los errores internos.
La doctrina de la seguridad nacional que se nos ha revelado es una crítica al pacifismo, una interpretación sui géneris de este gobierno acerca de la decadencia de la sociedad costarricense. Deliberadamente se quiere confundir a la opinión pública, haciéndole creer que el deber de lealtad del pueblo para con la Nación es un deber para con el gobierno. Al identificar al gobierno con la nación se pretende callar a todo un pueblo, pues se califica toda crítica al gobierno como una actitud antipatriótica.
Cuando se aumentan las injusticias por una errada política social y económica, tarde o temprano la protesta por la injusticia bajará a las calles y las autoridades argumentarán, entonces, que es su deber salvaguardar el orden público.
El uso de la fuerza divide irremisiblemente a los hombres en agresores y agredidos, en opresores y oprimidos. El uso de la fuerza divide a la sociedad en bandos enemigos y termina con la fraternidad. De este esquema a la generación de odios y revanchismos solo hay un paso muy corto.
La imprudencia del gobierno ha roto todos los límites. En vez de manejar, en aras de los intereses patrios, el conflicto de la frontera por la vía diplomática y dejar su solución en manos del Ministerio de Relaciones Exteriores, el Presidente Carazo y su Ministro de Seguridad prefieren hacer las cosas en forma militar y personalista. Le dan al asunto un cariz que no tiene, agravan artificialmente una crisis y ponen en peligro, de esa manera, la seguridad nacional. Entonces, las presiones internas y externas los obligan a modificar su táctica frente al movimiento sandinista. Ya no se trata de «coordinar» con la Guardia Nacional somocista, actitud que obsesivamente se le criticó, tergiversándola, al gobierno anterior, sino que ahora hay que guardarle las espaldas a Somoza, convirtiéndonos en subordinados de la satrapía del norte.
Es lamentable constatar que esta actitud del gobierno coloca a un movimiento libertario, cuyos líderes conviven física y espiritualmente con nosotros, ante la disyuntiva de fracasar en su intento de darle a Latinoamérica una democracia más, o de buscar el respaldo moral y militar de regímenes que no creen en los valores de libertad y de justicia tan apreciados por los costarricenses. Puede repetirse, de nuevo, el destino de tantos otros movimientos libertarios que en el pasado han visto cómo sus altos ideales son presa de ideologías extremistas.
La libertad llegará ineluctablemente para el pueblo de Nicaragua y entonces los costarricenses recordaremos, avergonzados, el día en que un gobierno de Costa Rica se sometió a los dictados de extraños para retardar ese día de libertad y se unió a la tesis de un gobierno somocista sin Somoza en el hermano país del norte.
Recordaremos, con vergüenza y acongojados, que uno de nuestros gobiernos llegó a considerar de subversión comunista a todas las luchas internas de su pueblo por la justicia y a entregar al marxismo la patente de la defensa por las libertades en Nicaragua.
Si el gobierno de Carazo Odio no rectifica ya, el pueblo de Nicaragua debe saber que esta administración no representa los sentimientos de su pueblo, el cual sí cree en el coraje de esos hombres libres y en el derecho de esos valientes a forjarse su propio destino.
El actual gobierno ha notificado al país, por boca de su Ministro de Seguridad Pública, en este recinto, que confía en la fuerza de las bayonetas y no en la paz como medio de preservar nuestra soberanía. Pretende justificar su tesis con el argumento deleznable de que llenar de armas al país no es violatorio de ningún precepto jurídico, solo porque esas armas son prestadas. Quiere hacernos creer que militarizar al país no es pecado, porque las armas traídas no le costaron a los costarricenses ni un céntimo.
La tesis del Ministro no es más que el comienzo de lo que llegaría a ser una Costa Rica cuya potencia no derivaría de su confianza en los organismos internacionales, en la justicia y en la paz, sino de sus arsenales, sus tanques, sus aviones de combate, sus tropas y sus generales. Prestadas, compradas o regaladas, las armas serán siempre caras para el país, porque el costo de la militarización no se mide únicamente en partidas presupuestarias, sino y sobre todo, en vidas humanas, en sangre de costarricenses, en pérdidas de libertades, en destrucción de la democracia.
Nuestro país es una excepción en América Latina y en el mundo entero, por carecer de fuerzas armadas. Su fortaleza radica, paradógicamente, en su debilidad bélica. Muchos países desearían tener el valor del nuestro para proscribir el ejército y, aun cuando no se atreven a hacerlo, están dispuestos a solidarizarse con nosotros en nuestras batallas cívicas por preservar la paz y la soberanía. No es necesario, entonces, que nos armemos; al contrario, es indispensable que sigamos siendo antimilitaristas porque de esto dependen nuestro prestigio y nuestra fuerza ante la comunidad internacional.
No puede ignorar el Ministro de Seguridad Pública que dar instrucción militar a un pueblo tradicionalmente amante de la paz es robarle su espíritu civilista, matar su innato sentimiento de fraternidad, destruir su apego a los principios que rigen el respeto por la vida ajena. Se olvida el Ministro de que esa actitud es plantar en el corazón de los costarricenses, por medio de subterfugios, sentimientos erradicados desde hace mucho tiempo de nuestra historia. Actuar así es exacerbar el sentimiento patriótico para satisfacer la vanidad, la prepotencia y la intemperancia de un gobernante; es una conducta que se aparta cada vez más de los más elevados intereses del país.
Hace poco, el Presidente de la República convocó a un diálogo para analizar la situación nacional. Parecía que esa decisión se encaminaba hacia algunas modificaciones en la conducta del gobernante. Si este fuera el caso, debería comenzar por rectificar en aquellos aspectos que afectan seriamente nuestra seguridad y dividen al país: la militarización es uno de ellos. Propuse varios meses atrás que el manejo del problema con Nicaragua se dejara fuera de la política partidista. Sugerí la formación de un Consejo Asesor del Presidente de la República, integrado por los Presidentes de la Corte Suprema de Justicia, de la Asamblea Legislativa y los ex Presidentes de la República. Este Consejo aseguraría, de una vez por todas, que ninguna administración manipule los problemas con naciones hermanas para sacarles provecho internamente. Esta proposición emana del más profundo convencimiento de que es necesario evitarle al país muchos males mediante una política de consenso nacional, que refleje nuestras más puras tradiciones en el campo de las relaciones internacionales. Los ingleses han sido capaces de hacerlo con Irlanda del Norte, aun en los momentos más críticos.
Señor Presidente, señores Diputados:
Todavía es tiempo de rectificar. Costa Rica debe frenar la adquisición de material bélico. Digamos adiós a las armas.
Adiós a las armas cuya utilización mancilla nuestras más bellas tradiciones libertarias.
Adiós a las armas que mañana podrían usarse para la represión.
Adiós a las armas que nos hacen perder el sello distintivo de nuestra sociedad.
Adiós a las armas que nos obligan a tomar rumbos equivocados.
Adiós a las armas que los costarricenses no sabemos manejar y no queremos emplear, y que suplantan a los instrumentos de paz y de trabajo que nadie como nosotros utiliza con mayor autoridad en el mundo.
Digamos adiós a la armas antes de que sea preciso tener que lavarnos la sangre de la justicia y la libertad que caerá en nuestras manos.
Los costarricenses creemos en la fuerza de la razón, y no en la razón de la fuerza. Retornemos a los caminos de paz por los que siempre hemos transitado.
¡Con qué satisfacción recibiría el país la rectificación del gobierno en un asunto de tanta trascendencia! Temo, sin embargo, que pocas esperanzas pueden abrigarse. Tanto la actitud del Presidente Carazo Odio, como el reciente discurso del Ministro de Seguridad en esta Asamblea Legislativa, me evocan la descripción que de Poncio Pilatos le leí recientemente a un Obispo francés. Decía el señor Obispo:
«Es un hombre inteligente, profesionalmente competente y preocupado de ser un buen funcionario. Es clarividente, sensible al bien, deseoso de ser justo. Pero es débil, versátil, oportunista. Habla el lenguaje de un juez honesto de un hombre de deber. Pero dejándose aconsejar por el deseo de agradar, va de concesión en concesión y se convierte, finalmente, en un hombre despreciado y malhechor. En el secreto de su conciencia estimaba a Jesús de Nazaret. Sabía que era inocente. Se habría alegrado de poder salvarlo. Pero tiene miedo de la impopularidad. Entonces duda, tergiversa, trata de ganar tiempo, busca subterfugios. Hace castigar a Jesús. De esta manera, metiendo así el dedo en el engranaje de la injusticia y del mal, será atrapado entero. De renuncio en renuncio es llevado a liberar a Barrabás el delincuente y a crucificar al inocente que molesta. El se lava las manos.»
Señores Diputados:
Han transcurrido doce meses de gobierno y el país reclama un cambio de actitud en muchos campos. Uno de estos campos es la política armamentista vigente. Un sincero adiós al militarismo podría ser la puerta de un destino renovado para esta, hasta hoy, triste administración. Un sincero adiós al militarismo podría ser el comienzo de una actitud diferente, en que se abandonen la prepotencia, la arrogancia, el camino del conflicto, y se retorne a la búsqueda de los senderos que nos unen.