Óscar Arias Sánchez
Ex presidente de la República
130 Aniversario del Colegio Abogados
Colegio de Abogados
10 agosto de 2011
Amigas y amigos:
Es para mí un honor ser recibido en este Colegio como un miembro más. Como un colega más. Como un amigo más. Quiero empezar agradeciendo a la Dra. Erika Hernández y a la Junta Directiva de este Colegio por invitarme a compartir con ustedes en esta mañana. En 130 años de creación, el Colegio de Abogados ha visto pasar las estaciones de nuestra vida republicana, ha visto el sol de nuestra justicia ocultarse en tiempos de turbulencia y salir en amaneceres de democracia, ha visto los brotes de la libertad reverdecer cada vez que un derecho humano se reivindica y que la ley se hace cumplir. El Colegio de Abogados ha sido, durante más de un siglo, protagonista en la construcción del Estado costarricense; de esa casa en la que todos tenemos que caber y convivir; de esa casa en donde la que manda es la ley.
Este aniversario puede servirnos para muchas cosas. Para ver el pasado y repasar los errores cometidos; para otear el horizonte y planear las sendas del futuro; o para reflexionar hacia dónde va el país, y cómo puede el Colegio de Abogados y sus agremiados colaborar en la rectificación de su rumbo. Sobre esta última tarea es que quiero que conversemos en esta oportunidad. El Colegio de Abogados ha sido testigo de nuestras más profundas reformas económicas y sociales. Así como este Colegio no es el mismo de hace 130 años, nuestro país tampoco lo es. Quizás en ningún otro colegio profesional, como en éste, puede sentirse con tanta fuerza el pulso de la Costa Rica del siglo XXI. De esa Costa Rica que demanda más bienes y servicios, más competitividad, más y mejores empleos, más y mejores leyes. De esa Costa Rica que demanda justicia pronta y cumplida, más seguridad ciudadana para vivir en paz, y más seguridad jurídica para trabajar e invertir.
Algunos me dirán que nada tienen que ver los jueces, los fiscales, los abogados litigantes o los magistrados, con el desarrollo costarricense. Me dirán que el oficio de la abogacía no es otro más que el de aplicar y hacer cumplir la ley en el caso concreto. En efecto, la función de muchos funcionarios judiciales es aplicar la ley, así como la de los legisladores es aprobarla y la de los miembros del Poder Ejecutivo es promover políticas públicas eficaces. Pero cada una de esas funciones específicas sirve para una función ulterior, para un propósito general, para un gran esquema que debemos ser capaces de vislumbrar. Todo lo que ustedes hacen, y todo lo que los políticos hacemos, debe ir en razón de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Ésa es nuestra principal responsabilidad.
Hoy he venido como ciudadano a hablarles de dos temas que considero cruciales y que creo que debemos atender con la mayor cautela y urgencia: la ingobernabilidad y la seguridad jurídica. Puede que algunos estén de acuerdo con mis opiniones y que otros no las compartan. A fin de cuentas, discrepar es parte de la vida en democracia.
Empecemos por la ingobernabilidad. Los gobiernos son tan imperfectos como los seres que lo componen, y por lo tanto necesitan vigilancia y control. Es claro que el Estado es indispensable, pues sigue siendo el mejor y más legítimo medio para alcanzar los grandes sueños de la humanidad, particularmente el Estado democrático. Pero necesita ser perfeccionado y repensado conforme con las exigencias de los tiempos. Necesita modernizarse. Si hemos de dar respuesta a las demandas siempre crecientes de la ciudadanía, es indispensable que existan instituciones que puedan canalizar esas demandas, pero sobre todo que puedan propiciar los cambios necesarios para atender esas demandas. Ahí es donde estamos fallando: no basta con tener instituciones democráticas, necesitamos también que operen rápida y eficientemente.
Para nadie es un secreto que la nuestra es una democracia disfuncional. Que nuestro sistema democrático de toma de decisiones está enfermo. Una democracia es disfuncional allí donde el gobernante, del partido político que sea, está imposibilitado para ejecutar la voluntad de la mayoría. La proliferación de obstáculos a la labor presidencial, el adversar las políticas públicas simplemente porque vienen del gobierno, la exigencia al Presidente de la República de un acto de contrición cada vez que se le piden explicaciones, la crítica a toda costa por parte de la oposición política y de algunos grupos de presión, son actitudes antidemocráticas que en lugar de hacernos más libres y más democráticos, nos hacen más ingobernables. Seguimos sin aprender que en la vida en democracia se requiere más valor para coincidir que para discrepar.
Sin duda alguna la ingobernabilidad tiene causas profundas, muchas de las cuales algunos de ustedes habrán podido identificar y estudiar. En mi opinión, el maniqueísmo político en que hemos caído y la cantidad innumerable de controles y regulaciones que entorpecen la labor del gobierno, nos tienen donde estamos ahora: envueltos en una guerra inútil de acusaciones, paralizados por el miedo a que tomar decisiones nos depare nuevos enemigos, y debatiendo sobre todo menos sobre el desarrollo y la competitividad del país.
La democracia significa, sin duda alguna, escrutinio público. Quien asume el poder, o lo ha dejado, debe estar consciente de esto. Lo que no se puede aceptar es que ese escrutinio sea llevado hasta el punto de manchar, sin prueba alguna, el buen nombre de una persona. Nos hemos sumido en una lógica perversa, conforme con la cual primero se dicta sentencia y después se leen los cargos; primero se tira la piedra y después se comprueba si la persona tenía, en efecto, alguna culpa que mereciera castigo.
Bien convendría recordarle a los costarricenses aquella penitencia que, en el siglo XIV, San Felipe Neri imponía a los novicios culpables de difundir rumores maliciosos sobre otras personas: la de llevar una almohada de plumas a la parte alta del campanario en un día de vendaval, soltar las plumas al viento, y luego recoger todas las plumas regadas por la campiña para volverlas a poner en la almohada; tarea de antemano imposible. Los daños producidos a las honras ajenas por una acusación falsa, por un escándalo fundado en la calumnia, o por la deformación de las palabras y los hechos, son simplemente irreparables.
Los costarricenses me han escuchado decir, durante 40 años, que la honestidad no es una virtud, sino una obligación. La honestidad, uno de los valores más escasos en nuestros días, debe llevarnos a esperar de la Administración sólo lo que es racional esperar de ella, y sobre todo a reconocer sus logros al mismo tiempo que sus defectos. Es decir, debemos ser mesurados en el juicio. No podemos seguir transitando por la historia destruyendo todo lo que, por uno u otro motivo, criticamos; y sobre todo, no podemos continuar buscando unanimidad en la aprobación de las acciones gubernamentales. Por esa vía podemos caer en el destino de otras naciones, que en su afán por buscar la perfección, prefirieron otorgar poder ilimitado a los mesías que proponían un mundo nuevo. En palabras del politólogo italiano Giovanni Sartori, “no sólo hay muchas maneras de traicionar los ideales, sino también de ser traicionado por los ideales. Una de ellas, y probablemente la más segura, es el camino del perfeccionista”.
Modernizar a Costa Rica fue una de las principales razones por las que acepté la candidatura de Liberación Nacional, por segunda vez. En mi pasada Administración fue mucho lo que pudimos hacer en esa dirección. Sin embargo, no lo pudimos hacer todo. Y no lo pudimos hacer porque en este país duramos décadas discutiendo proyectos de interés nacional; porque nos toma en promedio más de 2 años aprobar una ley; porque todo debate político termina en una trama de denuncias penales y expedientes constitucionales; y porque nuestros procesos de control, que son necesarios, son usados como excusa para impedir que el gobierno ejecute sus propuestas.
Cuando escucho a personas que critican la totalidad del programa Avancemos de mi Administración, porque unas cuantas becas presentaban irregularidades; cuando escucho a los medios de comunicación decir que porque una carretera, esperada por todos los costarricenses desde hace 40 años, ha tenido algunos problemas, toda la obra en infraestructura de mi Gobierno está mal y hay que investigarla; no puedo evitar llegar a la conclusión de que en este país si el gobierno no hace nada, se le critica, y si hace mucho, se le crítica también mucho. Parece que lo único que importa en Costa Rica es criticar y destruir.
Creo que en mi pasada Administración despertamos proyectos nacionales de gran envergadura que dormían, como decimos popularmente, “el sueño de los justos”; que pusimos a Costa Rica a caminar de nuevo; y, lo más importante, que le devolvimos la confianza a los costarricenses. Creo que para proteger conjuntamente los intereses de los ciudadanos y del Estado, no se puede gobernar todos los días pensando en quedarle bien a la prensa, a la oposición política y a los grupos de presión.
Gobernar es educar, no complacer. Gobernar es decidir, no procastinar.
Además, gobernar es rendir cuentas. Un gobernante tiene el sagrado deber de rendir cuentas y reconocer errores, pero no es el único. Deben rendir cuentas también los políticos de oposición, los medios de comunicación y los grupos de presión. Deben rendir cuentas por la forma en que, con muchas de sus acciones, bloquean la posibilidad de construir una Costa Rica más moderna y más competitiva. Dirán que esa no es su intención, pero sus actitudes mezquinas están inevitablemente haciendo retroceder la democracia costarricense. Como lo he dicho en otras ocasiones, si la historia bíblica de la mujer adúltera hubiera tenido lugar en Costa Rica, la pobre mujer habría muerto apedreada, porque hay en el país demasiadas personas que se sienten dignas de tirar la primera piedra, y además esconder la mano. El desprecio por el honor ajeno no es signo de honorabilidad propia. Hasta que no comprendamos esto, el debate democrático en nuestro país seguirá estando viciado por el ensañamiento.
Quizás la muestra más palpable de ese ensañamiento y del maniqueísmo político en que hemos caído, es la frecuente creación, por parte de la Asamblea Legislativa, de comisiones para llevar a cabo investigaciones, o mejor dicho inquisiciones, que desvían la atención de lo que debe ser nuestra principal preocupación: la construcción de una Costa Rica que le resuelva los problemas y las angustias a millones de costarricenses. El control político es importante, pero no es lo único que la Asamblea Legislativa debe hacer. Se nos olvida que la razón de ser del Poder Legislativo es legislar y dotar al país de normas claras que propicien un mayor desarrollo. Sus funciones no son las de la CIA, ni las del FBI, ni las de la KGB, ni las de Scotland Yard, ni las de la INTERPOL.
El Estado costarricense tiene definidas las funciones de cada institución. Las labores investigativas las realizan primordialmente la Contraloría, la Procuraduría, el Ministerio Público y el OIJ. Cada vez que nuestros diputados crean una comisión para investigar hechos que otras instituciones están investigando o ya han investigado, desvirtúan el propósito fundamental de su cargo, primero porque descuidan la responsabilidad que les ha sido delegada y, segundo, porque despilfarran tiempo y dinero que nos cuesta muy caro a los costarricenses.
Las instancias de control tienen un gran papel que asumir en este escenario, porque son ellas las responsables de investigar y señalar las imperfecciones en la función pública, pero teniendo siempre el cuidado de no arruinar la cosecha por arrancar la hierba mala, de no traicionar los ideales en su afán por protegerlos. Teniendo siempre el cuidado de distinguir entre quienes ocupan temporalmente las instituciones, y las instituciones que permanecen en el tiempo. Éste es quizás el más delicado de los balances que se debe encontrar, la línea que existe entre el ejercicio del control y el ataque; entre cuestionar a las instituciones públicas y restarles legitimidad.
Pero no basta con que las instancias de control ejerzan su función con mesura y responsabilidad. Es necesario que el Gobierno preste atención oportunamente a sus clamores, y trabaje conjuntamente con ellas. Se trata de cómo puede hacer un Gobierno para realizar sus promesas. Cómo puede hacer un Presidente para cumplir con el programa que propuso al pueblo en su campaña. Y este no es un tema menor. El destino es esencial, pero también el camino. No basta, como nos recuerda Séneca, con fijarnos un rumbo y que el viento nos sea favorable. Si el mar es innavegable, poco importa adónde se dirija nuestra barca: no lograremos avanzar.
Nuestro Estado se ha convertido en un Estado que privilegia el control sobre la ejecución. El nuestro es un país en donde es más fácil decir no, que decir sí, y en donde no existen consecuencias para quien obstaculiza, pero sí para quien lleva a cabo las obras de Gobierno. Hemos expandido exponencialmente las libertades, sin comprender que con los derechos vienen siempre las obligaciones. Como resultado, nadie en Costa Rica se hace responsable por sus actos. Cuando digo que el Estado se ha convertido en un Estado que privilegia el control sobre la ejecución, no quiero decir que el control es innecesario. En una democracia el poder sólo es legítimo si es limitado. Pero el control es poder, y debe ser, a su vez, restringido. Es muy difícil argumentar en contra del control, porque rápidamente se le tacha a cualquiera de corrupto o de autoritario. No falta también quién se pregunte por qué motivo oculto o conspiratorio alguien podría querer menos supervisión. Y en lugar de reformar nuestro sistema, sumamos más leyes anticorrupción que son coyunturales y precipitadas, y que no hacen sino agravar el problema.
Sumado a esto, tenemos toda una fauna y flora de criterios disfrazados con el calificativo de “técnicos” y definitivamente contradictorios, que permiten que cualquier funcionario pueda encontrar argumentos para objetar una política del gobierno. Me refiero a los mandos medios, en todos los Poderes de la República, que por razones ideológicas impiden que ciertas políticas se ejecuten, que ciertos proyectos se realicen y que ciertas decisiones se acaten. Uno no concibe en Inglaterra que un “civil servant”, o funcionario público, obstaculice la labor del gobierno porque se opone ideológicamente. En ese país, las políticas del gobierno son acatadas, independientemente de que provinieran de un gobierno conservador como el de Winston Churchill, de uno socialista como el de Clement Attlee, de uno ultraconservador como el de Margaret Thatcher, o de un gobierno socialdemócrata como el de Tony Blair. En cambio, en Costa Rica hemos asumido como natural que sea válido, o incluso encomiable, impedirle a un gobernante que cumpla sus promesas. Hemos permitido que el control se vuelva un objetivo en sí mismo, convirtiéndose en un obstáculo para que las cosas se hagan.
Un Estado esclerótico, hipertrofiado e incapaz de ejecutar sus decisiones, vulnera tanto el interés público como un Estado que abusa de su poder. Entre los años 1998 y 2009, la gran mayoría de los países latinoamericanos mejoraron o mantuvieron sus índices de gobernabilidad, según los indicadores que utiliza el Banco Mundial para medir esa cualidad. Ahora bien, sólo en 3 países de América Latina la gobernabilidad se deterioró progresivamente en ese mismo periodo: Venezuela, Bolivia y Costa Rica. ¡Vaya club, estimados colegas, al que hemos ingresado! La creciente ingobernabilidad en nuestro país es algo que advertí desde mi pasada campaña política y durante mis cuatro años de gobierno. En la medida en que sigamos siendo un país de contralores y no de emprendedores, veo muy difícil que alcancemos nuestras metas, las que sean, pero particularmente nuestra meta de convertirnos en un país desarrollado.
Esto me lleva al segundo tema del que quería hablarles: la necesidad de mejorar nuestros índices de seguridad jurídica. Si aspiramos a construir una nación más rica, el país necesita crecer económicamente a tasas mayores a las actuales. Es importante recordar que si el ingreso de nuestros habitantes crece apenas un 2% cada año, se requerirán 35 años para duplicarlo. En cambio, si crece a un 10%, como ocurre en China y Singapur, nuestros ciudadanos verían duplicarse sus ingresos en tan sólo 7 años. Ésa es la diferencia.
Para crecer económicamente, debemos empezar por agilizar nuestra Asamblea Legislativa. Es urgente que se reforme el Reglamento Legislativo, fijando plazos perentorios para la aprobación de leyes y dándole al Poder Ejecutivo una mayor participación en la elaboración de la agenda legislativa. Es inadmisible que nuestro Congreso tarde años en aprobar leyes que le urgen al país. La última reforma importante al Reglamento se hizo durante mi pasada Administración, y fue para darle un trámite de rápida aprobación a las leyes de implementación del TLC con Estados Unidos. Pienso que es urgente hacer otras reformas.
Con motivo del debate sobre la reducción del déficit llevado a cabo en el Congreso de los Estados Unidos, tanto los demócratas como los republicanos se pusieron de acuerdo en crear una comisión que deberá proponer, para el 23 de noviembre de este año, una nueva disminución del gasto, a fin de que las dos Cámaras del Congreso aprueben la propuesta antes de Navidad. Estoy seguro de que si en Costa Rica establecemos una comisión similar para aprobar legislación urgente, con la incapacidad de nuestros legisladores para llegar a acuerdos, quizás esa aprobación la podamos tener el 23 de noviembre…pero del 2021, para celebrar así el bicentenario de nuestra independencia.
Necesitamos también continuar atrayendo inversión extranjera y simplificando los trámites administrativos, particularmente aquellos para instalar una empresa en el país. De acuerdo con el Doing Business Report 2011 del Banco Mundial, en términos generales nuestro país ocupa el lugar 125 de 183 economías del mundo, en cuanto a condiciones favorables para atraer inversiones extranjeras. Específicamente en el tema de facilidades para iniciar un negocio en el país ocupamos el lugar 116, entre otras cosas porque para abrir una empresa en Costa Rica se tarda 60 días, más tiempo, incluso, que el promedio en América Latina y el Caribe, que es de 56 días.
El país también ocupa la posición 129 en cuanto a la rapidez para obtener y hacer valer una resolución judicial definitiva con respecto a una controversia sobre un negocio. En total, hay que esperar 852 días para ejecutar una resolución de un tribunal, con costos legales cercanos al 25% del reclamo. Esto no es ningún blasón de honor. No hay nada de loable en condenar a nuestros hijos a un futuro peor del que pudieron haber disfrutado. Es claro que estos atrasos en nuestro sistema judicial le generan recursos a los abogados, pero a decir verdad, preferiría que sus ingresos fueran por asesorar a las empresas nacionales y extranjeras en su labor productiva, y no en conflictos eternos en nuestros tribunales de justicia.
El país requiere también mejorar su infraestructura y necesita con urgencia una mayor inversión privada en el sector eléctrico de energías renovables. Probablemente muchos de ustedes leyeron el titular del periódico “La Nación” del domingo pasado, que decía: “Tarifas de luz subirán a fin de año por mayor gasto en combustibles”. Eso es un hecho, no es ninguna invención. A pesar de ello, llevamos 15 meses sin poder aprobar legislación que incentive la inversión privada en la generación de energías renovables, simplemente porque un grupo de diputados se opone a esos proyectos de ley. Es por esa razón que algunos empresarios costarricenses se fueron a invertir a otros países centroamericanos. Al final, la falta de reglas claras en el sector resultará en el encarecimiento de las tarifas para todos los costarricenses. Al respecto, siempre he pensado igual que mi buen amigo Felipe González, Ex presidente Socialista de España, cuando señala que al ciudadano no le interesa quién le preste el servicio, sino que se lo presten con eficiencia, con rapidez, que sea barato y de buena calidad.
El Estado debe otorgarle a los empresarios, nacionales y extranjeros, la certeza de que hay claridad en las reglas del juego y que, obedeciendo las leyes y cumpliendo con los requisitos, no se verán afectados en su derecho a hacer negocios. Nuestras instituciones tienen ante sí el reto de generar una mayor seguridad jurídica, que no es otra cosa más que la protección de la confianza. Como bien dicen los ingleses, “legal security means protection of confidence”. Cada empresario que decide invertir en Panamá o en Chile, porque considera que en esas naciones las reglas son más estables y más claras, no habla muy bien de nuestro sistema democrático de toma de decisiones; cada expansión industrial o comercial que se pone en pausa mientras se espera, durante años, una resolución judicial, significan personas de carne y hueso que no pueden acceder a un trabajo, que no pueden comprar comida, que no pueden pagar sus préstamos de vivienda o de educación. Significan personas que no reciben los frutos de la democracia. Nuestro país, tan admirado por su Estado de Derecho, por su paz, por su democracia, por su tolerancia, no puede quedarse al final de la carrera del mundo.
Amigas y amigos:
Después de tanto andar, hemos arribado a una encrucijada en la que tenemos que tomar una decisión sobre qué tipo de Estado de Derecho es el que queremos tener. Es importante que busquemos respuestas a las preguntas: ¿qué tan gobernables somos?, ¿de cuánta seguridad jurídica gozamos?, y es importante que las encontremos pronto. En una democracia como la nuestra, nuestro fin debe ser siempre el mismo: la creación de oportunidades para la realización de los individuos en libertad. Ni el Gobierno puede asegurar ese fin sin las instancias de control, y sin la concurrencia de todas las fuerzas políticas, ni las instancias de control ni la oposición política pueden hacerlo sin el Gobierno. Es decir, que tenemos que manejar la dicotomía de ser al mismo tiempo dos fuerzas divergentes y dos fuerzas convergentes. Reconquistar el desarrollo y la justicia social, en palabras de mi amigo Gerardo Chavez Ortiz, nunca será posible cuando la mirada deja de ver al cielo, para buscar la piedrita que nos golpeó en el tobillo y devolver el golpe en la oscuridad.
De nuestra madurez, y de nuestra amplitud de miras, dependerá que tengamos éxito en obtener resultados tangibles para la población. Mientras no cambiemos de actitud y mientras no hagamos un esfuerzo aún mayor por hacer crecer el ingreso de nuestros ciudadanos, las instituciones democráticas de nuestro país seguirán estando en deuda con la población; seguirán cumpliendo únicamente con la mitad de su tarea.
En estos 130 años me antecedieron en este estrado los hombres y mujeres que construyeron la Costa Rica que hoy conocemos. Aquí se han pronunciado innumerables discursos a favor de la libertad, y ninguno en defensa de la opresión; aquí se ha hablado siempre sobre cómo hacer más eficiente el Estado, y nunca sobre cómo otorgarle poderes irrestrictos. Para nadie es un secreto que el gremio de los abogados está conformado por muchas de las mentes más brillantes que pueda tener una nación, y es necesario que esa sabiduría, esa prudencia y ese conocimiento, se pongan al servicio de las grandes obras nacionales. Aboguemos, entonces, porque antes de que las manos de los abogados estén dispuestas a trabajar, sus mentes y sus corazones estén también dispuestos a colaborar.
Muchas gracias y muchas felicidades.