Óscar Arias Sánchez
Hace tan sólo unos días regresé de un largo viaje por China, Vietnam y Camboya. En China y en Vietnam, con regímenes de partido único, donde el que gobierna es el partido comunista, los sistemas económicos imperantes son cada vez más capitalistas. Pero lo que más me sorprendió, también en ambos países, es el impulso que se le da a la empresa privada, a la que se le considera el verdadero motor del desarrollo económico, mientras que en Costa Rica todavía escuchamos discursos gastados de algunos políticos en contra de los empresarios, quienes son los que corren con los riesgos inherentes para producir riqueza y generar los empleos que demandan nuestros jóvenes.En muchas ocasiones me he referido a la nueva socialdemocracia que propuse en el 2005, como el ideario que llevaría a la práctica en caso de que los costarricenses me honraran haciéndome presidente por segunda vez. Esa nueva socialdemocracia rechaza el neoestatismo, es decir, la intervención innecesaria del Estado en la actividad económica, pues sigo creyendo que el Estado no debe crecer infinitamente a la usanza de los gobiernos europeos, como es el caso de Francia con un sector público que representa el 56 por ciento del producto interno bruto, un gobierno griego que gastó el año pasado el 49,7 por ciento del total de su economía, o un gobierno italiano que gastará este año el 50,7 por ciento de su PIB. Recordemos lo que hace unos años dijo el Presidente Bill Clinton: “the time of big government is over”: el tiempo de los gobiernos grandes se acabó.
Hoy lo que ayuda a una economía a crecer son las inversiones que hacen las empresas privadas, amparadas en la seguridad jurídica que les ofrecen sus gobiernos. Es por eso que en los últimos días de mi segunda Administración, cuando me preguntaban qué creía yo que era lo más importante que había hecho durante los cuatro años, siempre contesté sin titubear: haberle devuelto la confianza al costarricense, tanto al empresario como al trabajador, tanto al productor como al consumidor. Fue esa confianza la que nos permitió poner a Costa Rica a caminar de nuevo, y el pueblo costarricense ha sido testigo de mis constantes advertencias sobre el peligro que entraña socavar esa confianza, particularmente con la creciente inseguridad jurídica en que hemos caído.
La inseguridad jurídica surge de cambios repentinos en las leyes o en las decisiones judiciales, que varían las reglas con base en las cuales los empresarios deciden expandir sus operaciones, o los inversionistas extranjeros deciden establecerse en nuestro país. Lo más grave de todo es que en algunas ocasiones esos cambios se dan tan solo para satisfacer a grupos de presión que defienden intereses gremiales. En Costa Rica, como todos sabemos, es sumamente difícil hacer obra, porque hemos ido creando una telaraña de leyes y decretos que todo lo prohíbe, todo lo controla y todo lo castiga, generando en el funcionario público un temor que lo lleva a preferir no tomar decisiones, o a decir que no. La inseguridad jurídica va también ligada a un juego que se ha convertido casi en deporte nacional: la judicialización de la política.
Además, como si la inseguridad jurídica y la judicialización de la política no fueran ya suficientes obstáculos al desarrollo nacional, hemos hecho de la crítica un fin en sí mismo. En Costa Rica todo se critica, y casi siempre sin fundamento. Si un gobierno no hace nada se le critica, y si hace muchas cosas también se le critica. El mejor ejemplo de esto es la carretera a Caldera. Yo me pregunto, ¿aquellos que tanto la critican, cuando van a Puntarenas o a Guanacaste prefieren manejar dos horas más por la vieja ruta? A quienes preguntan que por qué hicimos la carretera de dos carriles y no de cuatro, la respuesta es muy sencilla: porque así estaba diseñada y rediseñarla y volver a licitarla nos toma 40 años más. Muchas grandes obras en este país tardan décadas no porque así lo quieren los gobernantes, sino porque así lo quieren las leyes. A quienes preguntan que por qué la carretera a Caldera no fue de 10 carriles, como las carreteras chinas, la respuesta también es muy sencilla: porque no tenemos el dinero para hacerlo.
Y así puedo seguir con otros ejemplos: ¿por qué la carretera Chilamate-Vuelta Kopper es tan sólo de dos carriles? ¿Por qué el puerto de Caldera no tiene el tamaño del de Shanghái, o el de Moín el tamaño del de Singapur? De igual manera, cuando decidimos amortizar las deudas que mantiene el Estado con el Banco Central y con la Caja Costarricense de Seguro Social, en lugar de reconocer noblemente la acertada decisión, la respuesta fue de nuevo la crítica porque no cancelamos la totalidad. Si dedicáramos nuestro talento a construir en lugar de criticar, tal vez podríamos, en muy poco tiempo, dar el salto al desarrollo que algunos países asiáticos han dado. Criticar es muy fácil, lo difícil es generar ideas y convertirlas en realidad.
12 de junio de 2012