El día de hoy conmemoramos el XXV aniversario de la firma del Acuerdo de Esquipulas II, conocido como el Plan de Paz.
Que el ser humano albergue la prodigiosa virtud de la memoria es mucho más que un capricho poético de la historia. Es un signo evolutivo y quizás una de las más cruciales habilidades de la especie que abandonó el cobijo de las cavernas, para emprender el portento de la civilización. No recordamos para llenar los cajones de los archivos, ni para poblar los cuentos de los abuelos. Recordamos para hacer posible una vida mejor. Es decir, que la memoria tiene sentido con referencia a la actualidad: nos da una ventaja sobre el tiempo anterior. El recuerdo no es escribano del pasado, sino edecán del porvenir.
Puede que esta fecha pase inadvertida para millones de jóvenes centroamericanos. Eso, más que un descuido, es un privilegio. Ser incapaz de reconocer el temblor de la tierra estremecida por el paso de un tanque, es un privilegio. No haber olido jamás la sangre en los pliegues del viento, es un privilegio. Desconocer el sabor de la pólvora, el color de la muerte, el llanto que se escucha tras la pared del vecino, es un privilegio. Quizás la importancia de este día pueda entenderse sólo en términos de ausencias: los soldados que ya no mueren, las familias que ya no huyen, los buques que ya no traen almácigos de metralla.
Época convulsa.Para quienes únicamente conocen la Centroamérica de nuestros días, sería difícil creer las historias que narraban los millones de refugiados que cruzaban las fronteras a mediados de los ochenta. Pueblos aniquilados por manos hermanas, con armas estadounidenses o soviéticas. Bases de entrenamiento secretas, en donde muchachos que apenas comprendían las razones de la guerra, se graduaban en el odio y la violencia. Un conflicto convertido en una contienda por la preeminencia militar de dos superpotencias, cuyas ambiciones extenuaban los esfuerzos por la paz promovidos en el marco del Grupo de Contadora y el Grupo de Apoyo.
Fue en medio de esta tolvanera de angustias cuando el pueblo de Costa Rica emitió su voto, en febrero de 1986. La guerra centroamericana había sido un tema central de la campaña electoral. Cada vez era más evidente que nuestro país no podría permanecer mucho tiempo al margen del conflicto en la región. La disyuntiva era tan cruda como franca: o Costa Rica tomaba las armas, o debía poner su empeño en alcanzar la paz.
Una y otra vez insistí en que la paz centroamericana era parte esencial de la agenda de desarrollo costarricense. Ninguna iniciativa al interior del país podría compensar el caos en que nos encontrábamos inmersos. Esto es algo que aún hoy es difícil de entender para algunos: la política exterior no es un atavío con que se adornan a conveniencia las naciones. La diplomacia es parte esencial del esfuerzo de un gobierno por construir un futuro más digno para su pueblo. Así lo entendieron los costarricenses y ése fue el mandato que recibí al ganar las elecciones.
El Plan de Paz fue redactado en enero de 1987, tras el fracaso final de los procesos de mediación de algunos gobiernos latinoamericanos. Mi intención fue proponer un plan que reiniciara el diálogo y promoviera una solución centroamericana al conflicto. El documento contenía 10 acciones prioritarias, una de las cuales textualmente decía: «simultáneamente con el inicio del diálogo, las partes beligerantes de cada país suspenderán las acciones militares». La tendencia mundial en solución de conflictos, en ese entonces y aún ahora, pretende que las negociaciones se lleven a cabo precisamente para lograr el cese al fuego. El Plan de Paz, por el contrario, proponía el cese al fuego como una de las condiciones necesarias para poder dialogar sin presiones, en un ambiente verdaderamente propicio para una paz duradera.
El cese al fuego servía, entonces, como obertura del Plan de Paz. Su leitmotiv, en cambio, era la democratización de la región. Ese fue el punto distintivo del acuerdo y, en última instancia, su rasgo decisivo. El Gobierno de los Estados Unidos veía con simpatía el establecimiento de un régimen democrático como una condición indispensable para alcanzar una paz duradera, pero insistía en que la única salida al conflicto emanaría del enfrentamiento armado entre la Contra nicaraguense y el Gobierno sandinista. El Gobierno de la Unión Soviética y el régimen cubano, en cambio, rechazaron desde un principio la propuesta costarricense de incluir el establecimiento de la democracia dentro del acuerdo. No había punto de encuentro, ya que tanto Reagan como Gorbachov desconfiaban de la vía diplomática. Para ellos, la paz de Centroamérica esperaba detrás de un extenso campo de batalla.
Responsabilidad histórica. ¿Cómo logramos aprobar un plan que objetaban las naciones más poderosas del mundo? Si tuviera que mencionar una sola característica que entonces compartimos los cinco presidentes centroamericanos, sería un profundo sentido de responsabilidad histórica. La capacidad de reconocer que aquello no era un pulso de poder, sino un acto de la más elemental humanidad. El destino de millones de personas pendía de nuestra disposición para dialogar, de nuestra voluntad para transigir, y de nuestra convicción en un futuro de paz para Centroamérica.
El acuerdo que alcanzamos en la ciudad de Guatemala, en las horas de la madrugada del 7 de agosto de 1987, fue tan solo un paso en la lucha por lograr que se respetara la voluntad centroamericana. La implementación del Plan de Paz fue acechada sin pausa por halcones en busca del fracaso. Pero habíamos puesto ya la piedra fundamental, y contábamos con el apoyo de la comunidad internacional. Ladrillo a ladrillo, fuimos construyendo una paz que aún necesita arquitectos y albañiles.
Por eso hoy escribo a quienes, en las nuevas generaciones, se encuentran dispuestos a tomar el relevo. Les escribo para que recuerden que la paz se alcanza por sus propios medios: por el diálogo y la tolerancia, por la paciencia y el respeto. Yo no sé si la violencia es un signo de la naturaleza humana. Lo que sí sé es que la paz es un signo de su evolución, de la encomiable aspiración de desprendernos de un impulso bárbaro y de regular, desde la razón, la convivencia humana. Hoy celebramos un recuerdo, pero atizamos también los carbones de un sueño que aún construimos como especie. La pretensión que formularon los griegos y que recordara Robert Kennedy el día de la muerte de Martin Luther King Jr.: domar el salvajismo del hombre y hacer apacible la vida en este mundo.
Publicado originalmente en el periódico La Nación.