Oscar Arias Sánchez
Ex Presidente de la República
XIII Encuentro de las Organizaciones de la Sociedad Civil
Fundación del Empresariado Chihuahuense, Asociación Civil (FECHAC)
Amigas y amigos:
El gran Octavio Paz, apóstol de la literatura mexicana, y también de la literatura universal, calificó célebremente al pueblo mexicano como una estirpe atrapada en El laberinto de la soledad. Una descendencia abrumada por el recelo y la desconfianza, cuya capacidad de amar sucumbe en la emboscada de un hermetismo primitivo. El Premio Nobel de la Literatura inicia el segundo ensayo de aquel libro con estas sombrías palabras: «Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse».
Esta umbría descripción evoca los nopales que crecen en las tierras de Chihuahua. Nos invita a imaginar a los mexicanos, y por extensión a todos los latinoamericanos, como seres ásperos y punzantes, que en medio de la arena y de las rocas se levantan defensivos, envueltos en su inmensa soledad. Los hombres-cactus de Octavio Paz, y de tantos otros retratos del ser latinoamericano, quizás existieron en algún momento de nuestra genealogía. Y quizás existen todavía en muchos pueblos de nuestra América, curtidos por el dolor y la pobreza, por la enfermedad y el temor.
Pero no existen nopales en medio de esta audiencia. No hay soledad, no hay aridez, no hay espinas. No hemos venido aquí para defendernos los unos contra los otros, sino para apoyarnos los unos a los otros. No hemos venido aquí envueltos en la bruma de la desconfianza, sino encendidos por la luz de la solidaridad. No hemos venido aquí a prolongar el alero de nuestro desamparo, sino a combatir la soledad con lucidez y con entendimiento. Hemos venido aquí porque creemos que es posible construir la hermandad; que es posible trocar el aislamiento por la comunión, la indiferencia por la responsabilidad.
En suma, hemos venido aquí porque no queremos ser nopales en el páramo de la vida. Queremos ser enredaderas, como la hiedra o como la madreselva. Queremos ser capaces de amarrar los destinos individuales al gran destino de la comunidad. Transmitir savia y fuerza de un extremo a otro de los pueblos. Participar en la suerte del vecino, compartir las penas y las glorias, fundir nuestra esencia en la forja colectiva. Es decir, que no nos basta con ser humanos. Hemos venido aquí porque queremos ser ciudadanos.
Ser ciudadano quiere decir mucho más que emitir el voto cada cuatro o seis años. Mucho más que portar una identificación, presentar un reclamo o pagar un impuesto. Ser ciudadano es una forma de vida. No está circunscrito a lo cívico o a lo político. Permea, y debe permear, en todos los ámbitos de nuestra cotidianeidad.
Como dice el lema de este evento, la ciudadanía es una oportunidad y una tarea. Es una potestad. Un derecho que incluye un deber. Una capacidad que incluye un compromiso. La democracia funciona solamente sobre la base de la ciudadanía activa. Sobre la base de empresarios ciudadanos, de trabajadores ciudadanos, de estudiantes ciudadanos. Para que un sistema político sea efectivo, y en particular para que un sistema democrático sea efectivo, es fundamental que los individuos comprendan que el desarrollo económico, la equidad social, el progreso científico, el refinamiento artístico, no son únicamente tareas del Estado, ni responsabilidades exclusivas de los funcionarios públicos. Todos los que tenemos un interés en el bienestar social, compartimos también una obligación de promover ese bienestar social. Esto quiere decir que nuestros ideales, nuestros sueños y nuestras esperanzas, son mandatos colectivos.
Muchos me dirán que para eso existen oficiales electos en cargos públicos. Me dirán, por ejemplo, que reducir la pobreza es responsabilidad del Ministro del ramo, y no de un operario en una fábrica de automóviles. Hoy estoy aquí para decirles que aunque exista un Ministro encargado de reducir la pobreza, jamás logrará hacerlo si ese operario, y todos los operarios, no tienen consciencia ciudadana. Un Presidente puede hacer mucho por su pueblo, pero no puede sustituir a su pueblo. Un líder puede señalar el camino, pero no puede caminar en lugar de los demás. Ninguna victoria política ha existido que no sea, en el fondo, una victoria ciudadana.
¿Qué implicaciones prácticas tiene todo esto? En un país de humanos pero no de ciudadanos, los empresarios evaden impuestos, aunque después protesten por el estado de la infraestructura o por el nivel educativo del recurso humano.
En un país de humanos pero no de ciudadanos, los turistas vulneran el equilibrio ambiental y trastornan las economías locales, aunque después protesten porque no encuentran un espacio tranquilo para descansar.
En un país de humanos pero no de ciudadanos, los profesores se conforman con enseñar a medias las materias, aunque después protesten por el nivel de los salarios en la economía o por la delincuencia en las calles.
En un país de humanos pero no de ciudadanos, los padres descuidan a sus hijos, los trabajadores postergan sus tareas, los conductores irrespetan las señales de tránsito, los jóvenes hacen trampa en las pruebas. Nadie cede su campo en el autobús. Nadie recoge la basura en la calle. Nadie ayuda al anciano a cruzar a la otra acera.
De ahí que el primer paso de la ciudadanía no es una acción particular. No es un gesto específico, sino un cambio de mentalidad. La ciudadanía comienza en la forma en que entendemos la interacción entre los miembros de una sociedad. Comienza cuando verdaderamente entendemos que todo está conectado. Que las acciones individuales tienen consecuencias colectivas. Que los intereses del presente deben ser armonizados con los intereses que vendrán. Que una actitud egoísta es, al final, una actitud autodestructiva.
Si algo nos ha enseñado la ciencia durante los últimos cien o doscientos años, es precisamente que somos parte de un sistema. Los beneficios inmediatos pueden tener consecuencias negativas en el largo plazo. Las acciones que se adoptan con un fin específico, tienen implicaciones imprevistas para personas que ni siquiera conocemos. No se trata de infundir pesimismo en la población. No se trata de hacerles sentir que la vida es un calvario grupal. Pero sí es necesario que cada miembro de nuestra sociedad sea capaz de decirse a sí mismo: «yo afecto la vida del otro». «Yo afecto la vida del niño que llora de hambre». «Yo afecto la vida del anciano sin pensión». «Yo afecto la vida de la madre sin atención médica». «Yo afecto la tierra que me sostiene. El aire que respiro. Los árboles que me cobijan y el agua que me refresca. Afecto todo lo que es y me rodea. No soy el centro del universo, pero soy parte integral del universo».
Ser ciudadano es sentirse personalmente aludido. Aunque nadie nos mencione en los diarios. Aunque no nos reconozcan en la calle. Aunque no exista un documento que estipule, expresamente, nuestros deberes y responsabilidades. Porque en una democracia, uno no firma un contrato con obligaciones. Uno nace a ese contrato. Un contrato social, cargado de exigencias y demandas, pero también de ilusiones y de esperanzas. Sólo en sociedad podemos realizar lo que Ortega y Gasset llamaba una «razón vital», un proyecto de vida que le dé sentido a esta existencia transitoria, una trama que nos ayude a interpretar la realidad que es, a la vez, caótica y milagrosa.
Salvo que escojamos la vida del asceta; salvo que decidamos subir a una columna en el desierto, como San Simón, no nos queda más que desarrollar nuestro proyecto de vida al lado de los demás, y junto con los demás. Por eso ser ciudadano es más que una carga o un sacrificio. Es también una promesa. Es la oportunidad de transformar la realidad, de hacer visibles nuestros sueños, de labrar un destino mejor, de amar y de perseguir la felicidad.
Todo esto requiere un tipo de ética especial. No es únicamente la ética del funcionario público. No es únicamente la ética del alcalde del pueblo, del líder del sindicato o del director de la organización sin fines de lucro. Es la ética del ciudadano. La ética que han de compartir el abogado y el panadero, la doctora y la empresaria, el ingeniero y el conserje. Es la ética de quien comparte el sentimiento de unidad que hemos descrito. La ética de quien se siente aludido por los problemas de los demás.
¿Cómo podemos construir esa ética? ¿Cómo lograr ese cambio de mentalidad? ¿Qué puede hacer el Gobierno, que pueden hacer las organizaciones civiles, qué pueden hacer los empresarios, las amas de casa, los estudiantes, los líderes comunales? Hay un universo de posibilidades. Esta tarde quiero citar, al menos, tres acciones: informar, solicitar y reconocer.
La ignorancia está en la base de la injusticia. Todos los días, hay inequidades que pasan inadvertidas. En parte esto se debe a nuestro afán de supervivencia. Si fuéramos capaces de sentir, simultáneamente, todos los dolores que aquejan al mundo, todas las angustias, todas las penas, probablemente no podríamos ni respirar. Pero eso no significa que tengamos licencia para vivir en una burbuja. No significa que podamos volver la mirada para no ver lo que no queremos ver. La información es un deber sagrado de todo ciudadano. Saber lo que acontece en su país y en su comunidad. Saber las necesidades que se tienen. Saber los recursos de los que se dispone. Estudiar las posibilidades. Aprender sobre las soluciones.
Y para esto verdaderamente vivimos en una era privilegiada. Nunca antes había sido posible recaudar, en cuestión de días, millones de dólares para ayudar a las víctimas de un terremoto; miles de firmas para protestar en contra de un régimen autoritario; cientos de voluntarios para construir casas, para plantar árboles, para dar tutorías en escuelas marginales. El poder de las redes sociales, el poder de la comunicación tal y como la conocemos hoy en día, nos significa también una responsabilidad. Otras veces he dicho, parafraseando a Khalil Gibran: no usemos la tecnología para matar las horas. Usémosla para vivir las horas. Para hacer más apacible la existencia, para hacer más dichoso nuestro acápite en la historia.
Usemos la tecnología para informar sobre lo que sucede en nuestra comunidad. Que ese joven que busca trabajo sea capaz de contactar rápidamente a esa empresa que busca personal. Que esa familia que necesita un diario sea capaz de comunicarse con la organización que distribuye alimentos. Que ese niño que necesita estudiar se entere de la beca que ofrece el ayuntamiento.
Ustedes que han venido aquí buscando estrategias efectivas para construir ciudadanía, buscando mecanismos para catalizar las transformaciones que quieren ver en la sociedad, empiecen por contar el cuento. Empiecen por informar. Desde las aulas y las iglesias, desde las plazas y las oficinas. No permitan que la gente se encierre en su concha. No permitan que la indiferencia abone las raíces del nopal.
Y no se conformen sólo con informar. También pidan, explícitamente, apoyo. Yo tuve el honor de servir a mí país dos veces desde la Presidencia de la República. Y en las dos ocasiones me sorprendió la voluntad de colaboración que encontré en el sector privado, en la academia y en la sociedad civil, en respuesta a mi llamado de apoyo. No presuman que alguien va a darles la espalda. En la gran mayoría de los casos, la gente hace un esfuerzo genuino por contribuir en la forma en la que pueda. Un ciudadano informado, un empresario responsable, un líder político sagaz, sabe qué puede pedir y hasta dónde.
En esto de cambiar el mundo hay que saber dejar las vergüenzas bien guardadas. Cuando se trata de construir la paz y la libertad, cuando se trata de luchar por la justicia y la inclusión, hay que subirse las mangas. Si su causa es noble, si han fijado el timón detrás de una buena estrella, no duden en salir a tocar puertas. No duden en extender las ramas, como la madreselva.
Finalmente, no olviden reconocer el esfuerzo ajeno. A menudo me preocupa que estemos forjando ciudadanos demasiado conscientes de sus derechos, pero inconscientes de los derechos de los demás. Que estemos construyendo un debate público que deja poco espacio para la magnanimidad. Ser ciudadano es algo mucho más complejo que escribir cartas enfadadas. Es algo mucho más complejo que insultar a nuestros adversarios. Es algo mucho más complejo que rechazar sugerencias tan sólo porque vienen del bando contrario. Y ciertamente es algo mucho más complejo que indignarse contra el Gobierno porque no soluciona todo lo que urge solucionar. Por el contrario, ser ciudadano implica trabajar con lo que hay sobre la mesa. Participar con el voto y con la voz. Incluir en lugar de excluir. Ofrecer en lugar de rechazar.
Un mundo mejor no vendrá del enfrentamiento ni de las rivalidades. Si queremos pregonar la elevación de nuestra sociedad, empecemos por procurar la elevación de nuestro espíritu. Practiquemos el perdón y la gratitud. Practiquemos la grandeza de miras. Reconozcamos el esfuerzo de todos los que nos rodean e intentemos convencer, en lugar de vencer. Ésa es la ética del ciudadano, la ética de la razón y de la civilidad.
Informar, solicitar y reconocer son tan sólo tres variables de un fenómeno profundamente intrincado. Ciudadanía también quiere decir complejidad. La interacción de fuerzas y resistencias. La ausencia de una única respuesta o una única solución. Por eso quiero volver a lo que dije al principio: más que acciones específicas, más que políticas o estrategias, lo que necesitamos es un cambio de mentalidad. Entender que nuestras vidas son como los hilos de una red enmarañada, que un pescador distraído olvidó desatar.
Amigas y amigos:
Quiero agradecer a la Fundación del Empresariado Chihuahuense por la oportunidad de hablarles esta tarde. Pero sobre todo, quiero agradecerles por la razón que los impulsó a realizar este evento. Quiero agradecerles por su preocupación social. Por su amor a la justicia. Por su sentido de responsabilidad. Quiero agradecerles por considerarse personalmente aludidos cuando se habla de necesidades ajenas, como si su nombre apareciera impreso en el pie de página de las noticias. Quiero agradecerles por echar a andar este proyecto que es, en mi opinión, una razón vital digna y perentoria.
Nuestros brazos no son tunas coronadas de espinas. Ni el pueblo mexicano, ni ningún pueblo sobre la Tierra, está condenado a ser nopal en el desierto. Nadie está obligado a vagar abandonado en los laberintos de la soledad. Porque somos ciudadanos tenemos el don y el mandato de construir, juntos, la felicidad.
Muchas gracias.