A 30 años de la firma del Plan de Paz

Oscar Arias Sánchez

Óscar Arias Sánchez

La impredecible generosidad del tiempo me permite hoy ver a Centroamérica desde el farallón de tres décadas transcurridas tras la firma del Plan de Paz, el 7 de agosto de 1987. Han sido treinta años como treinta amaneceres, en que nuestra región se ha reinventado hasta hacerse nueva.

La vida ha echado raíces en suelo centroamericano, a pesar de los vientos y las sacudidas que todavía la acechan. Creo que hay que ser demasiado cínico o deliberadamente ciego para desconocerlo, para olvidar que hubo un momento, hace no tanto, en donde desfilaban ataúdes en las calles, en donde las madres lloraban por los hijos que peleaban en la montaña, en donde vagaban por el continente columnas de refugiados y el odio dictaba sentencias al ritmo de metralla.

La memoria es más que un reflejo involuntario de la nostalgia: es también una defensa y un muro de contención. La única explicación evolutiva para nuestra capacidad de recordar reside en su utilidad para enfrentar los peligros que nos quedan.

Es posible que la mitad de las personas que viven actualmente en la región recuerden nada o casi nada de la negociación de la paz. Llegará el día en que nadie sea capaz de narrar los horrores de esa época. Eso es una bendición. Que nuestros niños aprendan de la guerra en los libros y no en las trincheras, es una bendición. Que nuestros jóvenes desconozcan cómo funciona una granada o cómo se carga un rifle, es una bendición. Pero, aunque debemos celebrar que la guerra sea ahora un mal recuerdo, debemos garantizar que siga siendo un recuerdo. Que no caigan en la sombra los dolores que vivimos y las luchas que libramos.

A tres décadas de la firma del Plan de Paz, quisiera rescatar tres lecciones que pueden iluminar la senda que actualmente recorremos: la necesidad de asumir plenamente la responsabilidad histórica del tiempo que nos toca vivir, el compromiso irreductible con los valores y con los medios que encarnan esos valores y la importancia de proteger y profundizar la tarea.

La responsabilidad histórica. Al hacer un recuento de mi vida, creo que la paz me escogió a mí tanto como yo a ella. Quiso la coincidencia, o el destino inescrutable, que naciera en una diminuta nación de la cintura americana, que en 1948 tuvo la osadía de abolir las fuerzas armadas y declararle la paz al mundo.

No escogí yo ese accidente, ni tampoco el espantoso contexto en que decidí presentar mi candidatura a la presidencia de la República, en 1985. Para ese momento, la guerra había cobrado la vida de casi 200.000 centroamericanos, unos tres millones de personas habían huido de sus hogares, y las dos superpotencias de la Guerra Fría jugaban al tablero en Centroamérica, enviando cientos de millones de dólares en ayuda militar, como encomiendas de tragedia.

Los esfuerzos de mediación del Grupo de Contadora, integrado por México, Colombia, Panamá y Venezuela, enfrentaban obstáculos insuperables. El frente sur del combate se movía cada vez más cerca del territorio costarricense: en Guanacaste existía un aeropuerto clandestino y un campamento secreto de entrenamiento de la Contra. Presentar un Plan de Paz no fue solo mi convicción, fue mi obligación. Fue la responsabilidad histórica que asumí, en la hora que me tocó vivir.

Y no solo yo abracé esa responsabilidad, sino todos los que me apoyaron hasta en los peores pasajes de la negociación, a costa de riesgos inmensos. La guerra y la violencia pueden ser el acto de una única persona, pero la paz es una construcción colectiva.

Los cinco presidentes centroamericanos fuimos un factor necesario, pero no fuimos el único. Sin el apoyo de incontables personas, sin el respaldo de gobiernos hermanos, sin la ilusión de las mujeres y los jóvenes en América Latina, en los Estados Unidos y en Europa, jamás habríamos saltado el abismo.

Compromiso con los valores. No sé si pueda transmitir a plenitud cuán fuertes fueron las presiones que recibimos en aquellos días. Desde los más abiertos chantajes hasta la tentación de claudicar en cada callejón sin salida. Yo siempre insistí en que la paz se alcanza con sus propios medios: con el diálogo y la diplomacia, con la democracia y la libertad, con la negociación y el respeto.

Muchas veces, demasiadas veces, los defensores de una causa sacrifican los valores en la persecución de sus ideales. Una cosa es ser pragmático y otra muy distinta es carecer de principios.

Esa fue la tensión más trascendente en el proceso de paz: nuestra renuncia a sembrar guerra, para cosechar armonía. El presidente Reagan, y muchos líderes políticos y de opinión de la época, creían firmemente que la solución al problema centroamericano pasaba necesariamente por las armas.

El Plan de Paz, en cambio, anteponía el cese al fuego a todos los demás objetivos. Esto fue así porque yo creo que el diálogo hace milagros. La palabra engendra maravillas, cuando refleja una voluntad real y un compromiso irreductible no solo con los fines, sino también con los medios.

Proteger la tarea. Ahora bien, ningún logro está consolidado a perpetuidad. Toda conquista demanda sus propios guardianes y vigías. Bien decía Debravo que la paz no es una medalla. No está ganada para siempre, no la garantizan los astros. El drama de Centroamérica ya no es el de los tanques artillados y los uniformes de fatiga, sino el de los homicidios a destajo y el crimen organizado. Ya no se marchan los muchachos a quemar cartuchos en el frente, pero nos faltan en las aulas, en las empresas, y en los tejidos sociales.

El Acuerdo de Esquipulas II declaraba: “En el clima de libertad que garantiza la democracia, los países de Centroamérica adoptarán los acuerdos que permitan acelerar el desarrollo, para alcanzar sociedades más igualitarias y libres de la miseria”.

Esta tarea no está terminada y hoy se une a las nuevas fronteras del desarrollo, como el combate al cambio climático. Quienes hoy recogen el estandarte tienen la responsabilidad histórica de llevarlo hacia la nueva línea del horizonte.

Tras la firma del acuerdo en Guatemala, los presidentes centroamericanos nos dirigimos a un tedeum En medio del camino, una mujer me salió al paso y me dijo: “Gracias, presidente, por mi hijo que está en la montaña, y por este que llevo en el vientre”. En cierto sentido, todos somos el niño en el vientre y el joven en la montaña. Somos la progenie de una guerra desalmada, pero también la descendencia de un anhelo de paz. Nos corresponde la doble misión de recordar y emprender. De recibir el legado del Plan de Paz y acrecentarlo, como en la parábola proverbial.

A treinta años de una obra improbable, construida con millones de voces y fuerzas, doy gracias a la vida por permitirme ver una Centroamérica distinta, que aún no alcanza nuestro sueño, pero nunca más será nuestra pesadilla.

Publicado originalmente en el periódico La Nación