Discurso pronunciado el 10 de octubre de 1976 por el Dr. Oscar Arias Sánchez, Ministro de Planificación Nacional y Política Económica, en el Seminario Latinoamericano «Las Organizaciones Juveniles Socialdemócratas y el Desarrollo Político de América Latina», celebrado en el Centro de Estudios Democráticos de América Latina (CEDAL), en «La Catalina», Santa Bárbara de Heredia, Costa Rica, del 10 al 16 de ese mes.
Sombrío panorama
La América Latina de hoy nos presenta un sombrío panorama. Con efectos devastadores, se extiende por todos los rincones de nuestro continente la implacable fuerza de un autoritarismo que apaga todo vestigio de libertad y que niega los derechos más esenciales del hombre.
Pareciera que el signo de la opresión, el amargo signo de la dictadura, hubiera cobrado una fuerza incontenible y que, frente a él, las voces de la democracia se debilitaran cada vez más y corrieran el peligro de enmudecer del todo; que las autocracias se hubieran convertido en algo natural en nuestro medio y que los regímenes democráticos no son sino antiguallas de un pasado romántico ya superado. A veces, tenemos la sensación de que los demócratas han perdido su voluntad política creadora y su ímpetu de lucha por la libertad y la igualdad.
En muchas ocasiones me he preguntado cuáles son las causas que nos han hecho arribar a una situación tan deplorable para Latinoamérica, y no puedo menos que recordar, entonces, aquella frase que alguien escribiera en una de las paredes de la Catedral de Quito, cuando entró en esa ciudad el Ejército Libertador: «Hoy es el último día de despotismo… y el primero de lo mismo».
Sin duda, la pregunta más apremiante del momento se refiere, como entonces, a si seremos capaces de encontrar la fórmula que nos permita ofrecer a los pueblos latinoamericanos un definitivo y perdurable primer día de libertad, esto es, un último día de despotismo. ¿Seguiremos atrapados en el juego de los imperialismos, ayer los españoles, los ingleses, los portugueses y los franceses; hoy los de Rusia y los Estados Unidos? ¿Es que nos conformamos con cambiar un despotismo por otro? ¿No tenemos, acaso, la voluntad de oponernos a la manipulación de las fuerzas imperialistas, de uno y otro signo? ¿Debe nuestro mensaje de libertad concretarse a proponer que allí donde predomina la influencia norteamericana debe suplantársela por la soviética, y viceversa?
Nuestra actitud parece, en no pocas oportunidades, circunscribirse a una comparación entre las distintas dictaduras que pueblan nuestro suelo. En el debate, la cuestión medular se centra en torno al número de presos políticos de un país, y de ahí se parte para exaltar las bondades de una dictadura, ¡por el simple hecho de que en sus cárceles existen menos prisioneros que en la de la otra! A causa de estas estériles comparaciones, terminamos por exaltar a Cuba como un ejemplo de libertades. Perdemos la vista que, en realidad, de lo que se trata es de proponer una opción democrática frente a las dictaduras, tanto de derecha como de izquierda, porque ambas son igualmente conculcadoras de libertades y porque ambas atropellan los derechos humanos.
Ante este juego de los imperialismos, sin duda alguna los socialdemócratas tenemos mucho que decir y estamos obligados a actuar con firmeza. El problema del totalitarismo no se resuelve con la elaboración de estadísticas para clasificar a las dictaduras dentro de una escala cualitativa determinada por la mayor o menor intensidad de las torturas y los sufrimientos que sean capaces de infligir a sus pueblos. Cada ciudadano que vive y sufre uno de esos regímenes vive la peor de las dictaduras, porque para él no tienen sentido las comparaciones.
Es evidente que el sombrío panorama latinoamericano solo se despejará cuando salgamos del condicionamiento que supone pensar en términos de sustituir un totalitarismo por otro totalitarismo, o de cambiar el gobierno de las manos de una minoría a las manos de otra minoría, o entronizar la venganza de un grupo que asciende al poder, en lugar de propugnar por el establecimiento de una verdadera y perdurable libertad.
Nuestra fuerza revolucionaria, nuestra sinceridad en favor de un cambio positivo radica, no en la energía del lenguaje de una declaración firmada en París, Londres o San José, sino en la pujanza de las ideas y de los grupos capaces de interesarse sinceramente por que la libertad de nuestros pueblos se imponga, con autenticidad, a toda clase de imperialismo y de dictadura.
La encrucijada de la humanidad
Las cifras económicas, sociales y políticas no son, desde luego, nada nuevo en la historia. A través de los años, la humanidad se ha visto enfrentada a situaciones que parecían no tener salida, pero que finalmente fueron superadas gracias al espíritu indomable del hombre.
En el mundo actual, sin embargo, las crisis parecen superar la capacidad creadora y la voluntad del hombre: tal el panorama sombrío que nos presentan recientes análisis de los entendidos.
El desequilibrio entre los países ricos y los países pobres ha adquirido caracteres dramáticos, que hacen pensar que estamos frente a una crisis de las estructuras internacionales y no ante un desajuste temporal del proceso de desarrollo.
El sistema económico internacional y las estructuras institucionales, que fueron creadas hace unos treinta años, discriminan evidentemente en favor de la naciones ricas y se fundan en la perpetuación de los viejos vínculos económicos y la dependencia de los países pobres en relación con los industrializados. Así sucede con el sistema monetario internacional, por cuyo conducto las grandes potencias controlan la creación y distribución de la liquidez de la economía en todo el mundo. La infraestructura del comercio también está en manos de los países ricos, lo cual provoca que el mundo subdesarrollado reciba tan solo una fracción mínima del precio final pagado por los consumidores. En los organismos internacionales, la voz de la mayoría apenas si se toma en cuenta. Los países ricos —una minoría— rara vez consultan sus decisiones a los países pobres, aun cuando ambos bloques forman parte de dichos organismos. La inflación castiga a los pobres con mayor severidad que a los ricos.
Esta serie de obstáculos hace más difícil a los países pobres alcanzar siquiera objetivos mínimos de desarrollo en los años que faltan para concluir la presente década. Cientos de millones de seres humanos que ya padecían gravísimas privaciones se enfrentan al terrible fantasma del hambre, la enfermedad y la desesperanza.
El curso de los acontecimientos frustró las esperanzas
El desarrollo histórico de América Latina puede servirnos como marco de referencia para el análisis de lo que hoy acontece en esta parte del mundo, y para explicarnos por qué no hemos alcanzado la situación de preeminencia que nuestros pueblos merecen.
Ciertamente, los hombres pocas veces toman en consideración las lecciones que les ofrece la Historia. Pero estoy seguro de que muchos de los problemas de la Humanidad se han resuelto una vez que se realiza un análisis profundo del pasado.
Las condiciones intrínsecas que poseen nuestras naciones deberían ser un estímulo para superar el estado de postración en que hoy nos hallamos, no solo en el campo económico y social, sino también en el aspecto cultural y político.
El subcontinente latinoamericano cuenta con un bagaje impresionante, en el que han quedado inscritas tanto la gloria del éxito como la tristeza de los fracasos. Mucho antes de que los sajones perseguidos por razones de índole religiosa arribaran a las costas de Nueva Inglaterra, Cristóbal Colón abría al mundo la grandeza virgen de la extensa región que sería luego campo propicio para la propagación de una nueva fe y de un idioma común, y para que se consolidaran no solo un sistema jurídico, sino también una seria de valores culturales, tradiciones y aspiraciones compartidas por una población mayor que la de los más influyentes países europeos y que superaba en unas cinco veces la de las Trece Colonias.
A finales del siglo XVIII, existían en el sur de América cuatro universidades, cien años antes de que se fundara en el norte la Universidad de Harvard. Antes de que se estableciera la primera imprenta en los Estados Unidos, ya en América Latina funcionaban más de cien. Las exportaciones latinoamericanas, la producción agrícola y la minera superaban considerablemente las obtenidas por los anglosajones radicados en América.
Para comienzos del siglo XIX, la porción más desarrollada del Nuevo Continente era la América Latina, en donde la educación, la cultura y la economía habían alcanzado un nivel no igualado por los pueblos americanos de tradición anglosajona.
El proceso de independencia que se generó entonces hacía vislumbrar, dadas las condiciones privilegiadas de Latinoamérica, que las naciones al sur del Río Bravo cobrarían su propia entidad y asumirían un papel preeminente en la conducción de los destinos del mundo.
Desafortunadamente, el curso de los acontecimientos posteriores frustró las esperanzas que se tenían cifradas en las posibilidades de América Latina. Las minorías que gobernaron luego de que el subcontinente alcanzó su libertad política fueron incapaces de interpretar el momento histórico y, por el contrario, fracasaron en la búsqueda de fórmulas apropiadas para afrontar el desafío de los tiempos. De ahí se deriva el hecho de que los latinoamericanos hayan cedido terreno en beneficio de otras naciones, no solo de este continente, sino también extrahemisféricas.
Es tiempo de democracia
Decía Víctor Hugo que «nada hay más fuerte que una idea a la cual ha llegado su tiempo». Me aterra pensar en que algunos opinan que les ha llegado el tiempo a las dictaduras, y se disputan el dudoso derecho de conducir a nuestros pueblos como esbirros de sus respectivos imperialismos. Por el contrario, creo que hoy es el tiempo de la democracia. Las dictaduras ya han tenido su hora. Ha llegado el tiempo de luchar por la democracia, por el gobierno para las grandes mayorías latinoamericanas, como único camino para alcanzar la liberación de la miseria y la dependencia.
Aumenta la pobreza y se reducen las libertades
A pesar de la abundancia y la calidad de sus recursos naturales, Latinoamérica se empobrece. El ejército de los hambrientos recibe en sus filas a un número cada vez mayor de personas. Los sistemas educativos no han sido capaces de superar el analfabetismo ni de corregir o aliviar significativamente el problema de la vivienda.
Nuestro sistema económico adolece de tantos defectos, que ellos le han impedido mejorar la productividad y resolver el problema de la desocupación, aun cuando solo sea en parte. La injusticia constituye la tónica en la distribución de los beneficios del desarrollo de los países latinoamericanos.
En algunos intentos de reforma agraria que se han hecho están ausentes el realismo y la sinceridad necesarios para erradicar el estado de servidumbre medieval a que están sometidos buena parte de nuestros campesinos.
Desde el gobierno, algunos grupos dirigentes poco hacen por cambiar la deplorable situación de los habitantes de sus respectivos países. El abandono en que se encuentran —sin escuelas, sin facilidades hospitalarias, sin sistemas de aguas y de saneamiento ambiental; en suma, sin un grado mínimo de dignidad— parece ser una meta de las minorías gobernantes en muchos países de América Latina.
Así, a la pobreza de grandes masas de la población se suma el fenómeno de la pérdida de libertades. La vieja sociedad tradicional, detentadora del poder, viene controlando desde hace muchos años la economía, la propiedad, la educación y la cultura y, desde luego, la vida política. Salvo contadas excepciones, el gobierno ha sido en Latinoamérica un instrumento de la minoría, ejercido por la minoría y al servicio de la minoría. Lo único que cambia es la forma como se presentan los regímenes autocráticos.
Lo paradójico —y, más que paradójico, sangriento— es que todos estos regímenes despóticos se autodenominan democráticos, y en nombre de la libertad conculcan las mismas libertades. En el caso de Centroamérica, por ejemplo, las dictaduras hereditarias pretenden ser adalides de la democracia y la libertad, pero en vez de sustentar su legitimidad en el derecho divino —como sucedía durante la Edad Media con el despotismo, que disponía de la honra, la hacienda y la vida de los súbditos—, se contentan con la aprobación de los Estados Unidos.
El dramatismo de esta situación de pobreza se puede resumir en los resultados de la llamada «Década del Desarrollo», al final de la cual Latinoamérica había obtenido el triste privilegio de ver aumentado en 50.000.000 el número de los hambrientos, en 2.000.000 el de los analfabetos, en 5.000.000 las familias sin vivienda, y de contar con un ejército de 25.000.000 de desocupados.
Somos presa fácil del imperialismo
A las calamidades que, en lo interno, supone para América Latina la existencia de regímenes autocráticos, se suma la acción de los imperialismos de carácter foráneo. Especialmente a partir del siglo XIX, varias potencias europeas y los Estados Unidos intensificaron sus afanes imperialistas. Fácil presa de esas pretensiones fue la nación latinoamericana, fraccionada como estaba en veinte Estados independientes. La desunión, como es lógico, limitaba sensiblemente sus posibilidades de sustraerse al dominio de aquellas potencias. Argentina, Uruguay y Venezuela afrontaron los ataques de potencias imperialistas europeas. En igual forma, México y Chile hubieron de sufrir la intervención de esas potencias, cuyo interés era garantizarse la explotación de recursos naturales importantes en esos países.
Y no solo las naciones de Europa. Los Estados Unidos de América extendieron a la América Central, a Cuba y a Santo Domingo sus apetitos imperialistas, e intervinieron, incluso militarmente, en los territorios latinoamericanos.
En la actualidad, esos imperialismos cobran una forma todavía más peligrosa, que agudiza el estado de dependencia. Son las naciones más ricas las que definen el sistema monetario internacional, en el que, no obstante su superioridad numérica, los Estados pobres no tienen ninguna influencia, a pesar de que las decisiones que se toman inciden en forma directa sobre sus economías. El comercio internacional de los países latinoamericanos se constriñe cada vez más a causa de que los países desarrollados establecen cuotas y precios muy por debajo de lo que un trato justo demanda.
¿Cómo han logrado las potencias imperialistas alcanzar el poder de sometimiento a que he aludido? Una de las respuestas a esta pregunta es la creación de las empresas supranacionales por parte de los países industrializados, las cuales han aumentado en los últimos tiempos no solo en número, sino también en poder e influencia. Su intervención en las economías de los países latinoamericanos se ha intensificado considerablemente por medio de las cuantiosas inversiones que realizan. En muchos casos, sus operaciones alcanzan un volumen varias veces superior al de los propios países en que operan. Por ejemplo, las inversiones directas de las empresas multinacionales de los Estados Unidos, Canadá y nueve países europeos, en el extranjero, alcanzan cifras que no pueden ser superadas, en valor, por toda la América Latina, toda el Africa y toda el Asia juntas.
Las filiales de estas compañías en Latinoamérica han proliferado en forma impresionante. Hay más de 2.000 de ellas, correspondientes a unas 200 compañías norteamericanas.
Más grave todavía es que exista, entre esas empresas y los países en donde tienen su sede, una estrecha coincidencia de intereses, en detrimento de los países latinoamericanos. Esto significa, para nuestras naciones, una seria amenaza, por varias razones. De una parte, es origen de conflictos de soberanía. De otra, estos conflictos no pueden dirimirse entre el país y la empresa supranacional, pues resulta que su diferencia no es con ella, sino con la nación sede. Así ha sucedido en Guatemala, Santo Domingo, Chile, Perú, México y muchos otros países latinoamericanos.
Otra respuesta se halla en el ensanchamiento de la brecha tecnológica existente entre los países ricos y las naciones subdesarrolladas. La misma condición de países pobres nos inhibe de producir una tecnología propia, que compita con la de los países industrializados, y de ese modo nos es impuesta la de éstos.
A todo esto se junta, para cerrar el cuadro desolador de nuestra dependencia y de nuestra indefensión, una tercera respuesta. Algunos gobiernos se prestan al juego de los países industrializados, pues con ello garantizan su supervivencia en el poder.
La unión hace la fuerza
El viejo principio de que «la unión hace la fuerza» sigue teniendo hoy día plena vigencia y es particularmente aplicable al destino de América Latina. Muchos esfuerzos se han realizado por consolidar una posición única de estas naciones frente a los embates de la dominación cultural y económica y ante la necesidad de erradicarla de nuestro continente. La historia —sobre todo la de los años recientes— ha visto nacer, después de arduas negociaciones y de múltiples sacrificios, un sinnúmero de pactos económicos y sociales que, no obstante, se desvanecieron y olvidaron en corto tiempo, o dejaron de tener vigencia real, a causa del egoísmo de los signatarios.
La revolución burguesa de Francia, cuyos principios cundieron por todo el orbe con la velocidad de un reguero de pólvora y que fueron adoptados con todo entusiasmo por los países latinoamericanos, levantó en su momento la triple bandera de la «Libertad-Igualdad-Fraternidad» y, en nombre de esas tres justas aspiraciones de quienes ansían una sociedad más feliz, la Revolución Francesa sentó sus reales en casi todas las cartas políticas de los Estados del Nuevo Continente. Los excesos de la Revolución Industrial pusieron de manifiesto, un siglo después, que los inspiradores del movimiento revolucionario francés entendían estos principios como el fundamento necesario para garantizarle el poder político y económico a una clase, la de los burgueses. La posición marxista de mediados de la centuria pasada asumió la denuncia de este hecho y presentó al mundo su mensaje de protesta, que se resume en el grito de «Proletarios del mundo, uníos», consagrado en el Manifiesto Comunista de Carlos Marx y Federico Engels.
En la mayoría de los países latinoamericanos, los principios de libertad, igualdad y fraternidad carecen de significado para grandes masas de población; e, igualmente, ha sido imposible para ellos alcanzar el grado de unión necesario para no ser presa del colonialismo de las grandes potencias extracontinentales, tanto de derecha como de izquierda.
La acción inmediata
Ciertamente, no existe una fórmula mágica para resolver por igual los problemas de todos los pueblos de América Latina. El hombre es el forjador de su propio destino, y la Historia no es un obsequio de nadie en particular, sino que se forja a base de esfuerzo y de sacrificio.
En la lucha de la hora presente, algo en común une a los pueblos latinoamericanos: la necesidad de establecer en todos estos países regímenes democráticos que garanticen plenamente la libertad, el respeto a los derechos humanos y una existencia digna para el hombre. No nos engañemos: establecer la democracia en toda la geografía latinoamericana es requisito indispensable para liberarnos de los imperialismos. Cuanto mayor sea el número de dictaduras, más fácil será para las grandes potencias controlar el destino de nuestros pueblos.
Si hemos de aprovechar la oportunidad que nos brinda el desarrollo, tendremos que ser capaces, primero, de alcanzar la plena independencia política y cultural.
El caso de Costa Rica
Costa Rica ha obtenido una amplia libertad mediante la consolidación de una democracia política estable. La práctica sincera de la democracia, por parte de gobernantes y gobernados, es en este país un ejemplo para todas las naciones del mundo. En el esfuerzo, propio y auténtico, que hemos hecho por establecer un régimen de libertades y de igualdad, las voces de los revolucionarios delirantes han sido conscientemente marginadas por los costarricenses. Ello nos ha permitido no caer en los dogmatismos estériles que pregonan las ideologías de uno y otro lado.
Estamos empeñados en instaurar la democracia económica, que afirme aún más nuestra democracia política. En este sentido, importantes iniciativas ejemplifican la acción orientada a construir una sociedad más igualitaria.
En lo interno, el proceso de universalización de los seguros sociales, los programas de salud rural y de saneamiento ambiental, el vigoroso impulso a la educación y, más recientemente, el Programa de Asignaciones Familiares, han hecho llegar los beneficios del desarrollo a sectores de la sociedad que hace unos treinta años permanecían marginados. En igual forma, la política agraria de la nación se dirige a solucionar de manera integral el problema agrario. Sin caer en la trampa de los planteamientos demagógicos que últimamente han proliferado en América Latina, hemos concebido un proyecto de legislación de ordenamiento agrario y desarrollo rural, fundamentado en el principio de la función social de la tierra, cuya meta es alcanzar una mayor producción y una más alta productividad y dotar de una parcela a todo aquel que la necesite y esté dispuesto a explotarla racionalmente.
En el ámbito de nuestras relaciones internacionales, se inició hace varios años una lucha por rescatar al país de la explotación de las grandes compañías extranjeras. Hemos obtenido importantes logros. Amplias zonas de tierras de labranza, que permanecían bajo el dominio de empresas foráneas, se han recuperado para los agricultores costarricenses y esas mismas empresas han sido sometidas definitivamente al poder soberano de la nación. Los ferrocarriles han pasado a ser patrimonio exclusivo del país, e igual sucede con la distribución de combustible, que antes estaba en manos de sociedades privadas de las naciones más ricas. Se ha adherido nuestro país, asimismo, al esfuerzo por constituir una empresa multinacional latinoamericana para el servicio de transporte marítimo, que viene a sustituir, con ventaja para los países caribeños signatarios, a las compañías de otras potencias.
La socialdemocracia en la hora presente
Ha quedado claro que América Latina está urgida de regímenes democráticos, de gobiernos de mayorías y no de minorías, de amplias libertades para sus pueblos, de absoluto respeto a los derechos humanos, de liberarse de la pobreza y del estado de subdesarrollo, así como de la dominación cultural y económica de los países industrializados y colonialistas.
También es claro que los dirigentes políticos, en la mayoría de estas naciones, han sido incapaces de alcanzar las metas de libertad y progreso a que aspira la población latinoamericana, y han sido incapaces, también, de sustraer a sus gobiernos de la influencia perniciosa de los imperialismos de derecha y de izquierda, a cuyo juego, más bien, se prestan con tal de mantenerse en el poder.
Las ideologías sustentadas por ambos bloques de naciones —los liberales y capitalistas, por un lado, y los marxistas, por otro— han demostrado, de igual manera, ser fórmulas inadecuadas y obsoletas para ofrecer a los pueblos de América Latina el progreso, la libertad y la igualdad que por tantos años se les han negado.
En consecuencia, debemos encontrar una alternativa viable para salir del círculo vicioso en que nos hallamos atrapados, y encaminarnos con paso firme hacia la creación de nuestro propio destino.
Solo la socialdemocracia garantiza a estos países una lucha eficaz por satisfacer sus aspiraciones, pues se fundamenta en sólidos principios de igualdad dentro de un régimen de libertades irrestrictas, tanto en el campo político como en el económico y el social.
Los socialdemócratas debemos levantar nuestras voces de protesta contra los regímenes despóticos del continente, y estimular de este modo la acción encaminada a instaurar la democracia en todas las naciones latinoamericanas. Estamos obligados a presentar esa alternativa concreta que haga posible, de inmediato, la llegada del último día del despotismo y el primero de la verdadera y permanente libertadpara los pueblos de América Latina.