25 de enero de 2012
Bienvenidos a esta pequeña república de América, en la que cuatro millones y medio de habitantes soñamos todos los días con un futuro a la altura de nuestras capacidades; en la que ha sido posible la quimera de una sociedad sin ejército, y en la que pronto celebraremos ciento veintitrés años de democracia. Bienvenidos a esta pequeña república de América, que durante la segunda mitad del siglo XX atestiguó el desfile de las más abominables dictaduras a su alrededor, sin ser ella nunca escenario para la opresión; que se negó a ser alfil en el ajedrez de la Guerra Fría, y que durante el conflicto militar centroamericano sus únicas armas fueron la diplomacia y el diálogo, incluido el Plan de Paz que presenté, con el fin de evitar que en Centroamérica siguiera matándose los hermanos. Bienvenidos a Costa Rica.
Este Consejo de la Internacional Socialista reúne a líderes y dirigentes políticos de Asia, África y especialmente de Europa y de América Latina; dos regiones del mundo donde la rosa de la socialdemocracia ha germinado, por muchísimas décadas, con particular fuerza e insistencia. Con la franqueza que debe prevalecer entre los amigos, hemos de reconocer que la génesis de nuestra historia común es la dominación de una civilización por la otra. América Latina conoció a Europa por su fuerza, antes que por sus ideas. El temor caracterizó la conquista, la indignación la colonia. Y sin embargo, no pudimos dejar de admirar a esa gran cultura. A pesar de las luchas que nos enfrentaron, es innegable que Europa encendió la luz de la razón en nuestra tierra, y que nos infundió el apego a las mejores causas de la humanidad, entre ellas la socialdemocracia. Una causa que no abandonamos con la Independencia.
Aún así, la socialdemocracia en América Latina ha tenido que lidiar con toda suerte de experimentos y ocurrencias ideológicas. Algunas más peligrosas que otras para los ideales de democracia, justicia y libertad, así como para el crecimiento económico de nuestra región. Hoy, muchos países latinoamericanos han dejado de comprender la urgencia de preservar el Estado de Derecho y, en especial, la seguridad de las personas y los bienes, sin la cual no hay competitividad, ni democracia, ni paz. Los latinoamericanos a veces somos como un grupo de niños haciendo castillos de arena al borde del mar. Construimos maravillas mientras la marea está baja, y con orgullo infantil admiramos la obra realizada. Pero al venir la pleamar, vemos desaparecer lo que construimos, y una vez más lloramos la pérdida de nuestra libertad, de nuestra legalidad o de nuestra paz. Es doloroso admitirlo, pero en nuestro continente aún hay países donde ningún logro parece ser definitivo.
Hasta hace pocos años, se pensaba que el desarrollo económico y social era posible en un pobre entorno institucional. Pero las ficciones de la teoría tuvieron que ceder ante el peso abrumador de la experiencia. Hoy se reconoce universalmente que el desarrollo es imposible sin un desempeño institucional adecuado, lo que empieza por la simple práctica de la democracia. Eso quiere decir, desde luego, un gobierno democráticamente electo, representativo y participativo. Pero también un gobierno donde los poderes del Estado sean independientes entre ellos y garanticen un delicado juego de pesos y contrapesos; algo que Montesquieu justificó magistralmente, pero que algunos políticos de la región prefieren ignorar. Una de las grandes falacias políticas en América Latina, consiste en vender la idea de que cada lugar puede desarrollar una democracia específica o un sistema de libertades particular. Muy a menudo, esas justificaciones no son más que disfraces para ocultar una vocación opresiva o autoritaria. Yo estoy plenamente convencido de que las reglas democráticas son universales y que los países son más o menos democráticos, dependiendo de cuánto se acercan o cuánto se alejan de ese sistema que esbozaron los griegos, verdaderos estadistas y hermanos de cuna de nuestro distinguido invitado George Papandreu, de ese sistema que perfeccionaron los estadounidenses, que sofisticaron los nórdicos y que hoy intentamos impulsar, con mayor o menor éxito, tantos países de la Tierra.
El poder democrático es siempre un poder limitado. Por definición, un gobernante demócrata tiene oposición política, es controlado por los medios de comunicación, recibe críticas por parte de grupos de presión, es supervisado por el Poder Legislativo y el Poder Judicial, tiene un periodo fijado para ejercer sus funciones, tiene un marco legal definido en el que debe operar, y se encuentra siempre sujeto al escrutinio ciudadano y a la evaluación pública de su gestión. En nuestros regímenes presidencialistas, la práctica democrática debería ser reconocer el carácter orientador del Poder Ejecutivo, garantizar la independencia del parlamento para legislar y controlar, y librar a la justicia de presiones e intereses políticos. Éstas son las reglas incuestionables del poder democrático, y cualquiera que pretenda saltarlas incurre en vicios autoritarios, aunque haya sido elegido por el pueblo. Sin embargo, algunos gobiernos latinoamericanos han caído en la trampa de creer que al recibir el apoyo electoral, el mandato del pueblo les permite modificar esas reglas para llevar adelante su proyecto político. Tengamos mucho cuidado. Las elecciones son una parte esencial del proceso democrático, pero no son el proceso democrático. Si un gobernante coarta las garantías individuales, limita la libertad de expresión, y restringe injustificadamente la libertad de comercio, subvierte las bases de la democracia que lo hizo llegar al poder.
El dilema que esto presenta, y que aún no hemos logrado resolver, es cómo lidiar con democracias en donde los gobernantes se comportan autoritariamente, pero no son dictaduras. Porque, en honor a la verdad, en América Latina sólo existe una dictadura: la dictadura cubana. Los demás regímenes, nos guste o no, son democracias en mayor o menor grado de consolidación o deterioro. Pretender derrocar esos gobiernos, o removerlos de alguna forma violenta o contraria a la Constitución y las leyes, es caer en el mismo juego autocrático que pretendemos combatir. Los pueblos mismos deben aprender a apartar los espejismos de la demagogia y del populismo, porque el problema no son los falsos Mesías, sino los pueblos que acuden con palmas a celebrar su llegada. Uno de los más elocuentes casos del desprecio por el Estado de Derecho y la erosión de las instituciones democráticas es Nicaragua. Con la reelección de Daniel Ortega como Presidente en el año 2006, empezaron nuevamente a desaparecer en ese país los controles al ejercicio del poder público y se difuminaron los límites de ese poder sobre el ejercicio de las libertades individuales de los nicaragüenses. Este deterioro fue más visible aún en el fraude de las elecciones municipales del 2008 y en las recientes elecciones presidenciales.
De nada le sirve a América Latina deshacerse de líderes con delirios autoritarios, tan sólo para ser sustituidos por nuevas estrellas del teatro político. A pesar de que nuestros pueblos vencieron con valentía las dictaduras que marcaron con sangre la segunda mitad del siglo XX, aún queda mucho camino por recorrer si la democracia ha de asentarse para siempre en la región. Parafraseando a Octavio Paz: en nuestra región la democracia no necesita echar alas, lo que necesita es echar raíces. Para que la democracia eche raíces hay que hacer mucho más que promulgar constituciones políticas, firmar cartas democráticas o celebrar elecciones periódicas. Echar raíces quiere decir construir una institucionalidad confiable, más allá de las anémicas estructuras que actualmente sostienen nuestros aparatos estatales. Quiere decir garantizar la supremacía de la ley y la vigencia del Estado de Derecho. Quiere decir fortalecer el sistema de pesos y contrapesos. Quiere decir asegurar el disfrute de un núcleo duro de derechos y garantías fundamentales. Y quiere decir, antes que nada, la utilización del poder político para lograr un mayor desarrollo humano, el mejoramiento de las condiciones de vida de nuestros habitantes y la expansión de las libertades de nuestros ciudadanos. Ese, y no otro, es el principal objetivo de todo gobierno socialdemócrata: dar contenido económico, político y sobre todo social, a la democracia.
Un verdadero demócrata, si no tiene oposición, la crea. Demuestra su éxito en los frutos de su trabajo, y no en el producto de sus represalias. Demuestra su poder abriendo hospitales, caminos y universidades, y no coartando la libertad de expresión y opinión. Un verdadero demócrata demuestra su energía combatiendo la pobreza, la ignorancia y la inseguridad ciudadana, y no imperios extranjeros, conspiraciones secretas e invasiones imaginarias. Esta región, cansada de promesas huecas y de palabras vacías, necesita una legión de estadistas cada vez más tolerantes, y no una legión de gobernantes cada vez más autoritarios. Es muy fácil defender los derechos de quienes piensan igual que nosotros. Defender los derechos de quienes piensan distinto, ése es el reto del verdadero demócrata. Ojalá nuestros pueblos tengan la sabiduría para elegir gobernantes a quienes no les quede grande la camisa democrática. Ojalá algunos gobernantes entiendan que para tener un gobierno de corte socialista, conservador, liberal, o con cualquier otro énfasis ideológico, primero hay que tener una democracia.
Debemos estar claros en que la única vía para restarle poder a quienes lo han concentrado luego de recibir el apoyo popular, es minando ese apoyo popular con educación cívica, con oportunidades y con ideas. Desafortunadamente, en esas tareas seguimos fallando. Seguimos posponiendo eternamente las grandes reformas políticas, educativas y tributarias que por años hemos prometido hacer. Ni el colonialismo español, ni la falta de recursos naturales, ni la hegemonía de Estados Unidos, ni ninguna otra teoría producto de la victimización eterna de América Latina, explican el hecho de que nos rehusemos a aumentar nuestro gasto en innovación, a cobrarle impuestos a los ricos, a graduar profesionales en ingenierías y ciencias exactas, a promover la competencia, a construir la infraestructura que no hemos construido en los últimos 200 años, o a brindar seguridad jurídica a los empresarios e inversionistas.
Por más que amo a esta región, y por más que quisiera ser ciego ante sus defectos, no puedo evitar pensar que no estamos haciendo bien las cosas. Que caminamos a tientas en el curso de la historia, que nuestra América Latina seguirá siendo una promesa, en la medida en que no asuma con seriedad su propia tarea. Esta es la región que siempre deja todo para el próximo gobierno, la próxima generación, o el próximo siglo… aunque en Costa Rica, en esto parece que le estamos ganando a nuestros vecinos: aquí no estamos dejando todo para el próximo gobierno, para la próxima generación, o para el próximo siglo, sino para la próxima era glaciar. Esta región de locos y entusiastas, de quijotes y eternos adolescentes, debe madurar. Es tiempo de que entendamos que nadie va a traernos un mayor desarrollo en bandeja de plata. Somos nosotros, y nadie más, los encargados de labrarlo. Es tiempo de que Latinoamérica se despoje de los ropajes de la autocompasión y aprenda el difícil arte de la autocrítica. Es tiempo de que nuestros gobiernos abandonen la propensión a ser creativos en excusas y no en soluciones, en disculpas y no en políticas concretas. Es decir, que es tiempo de que Latinoamérica reconozca, finalmente, su responsabilidad en la historia.
¿Con qué derecho se queja Latinoamérica de las desigualdades que dividen a sus pueblos, si cobra casi la mitad de sus tributos en impuestos indirectos, y la carga fiscal de algunas naciones en la región apenas alcanza el 11% del Producto Interno Bruto? ¿Con qué derecho se queja Latinoamérica de la falta de empleos de calidad, si es ella la que permite que su escolaridad promedio sea de alrededor de 8 años? ¿Con qué derecho se queja Latinoamérica de su desigualdad y de su pobreza, si ha incrementado su gasto militar a una tasa promedio de 8,5 puntos porcentuales por año desde el 2003, alcanzado la cifra censurable de casi 70 mil millones de dólares en el año 2010? Nuestros líderes de la región bien harían en seguir el ejemplo del Presidente Obama quien, para enfrentar la crisis económica en su país, anunció la reducción de 487 mil millones de dólares en gastos del Pentágono en un plazo de 10 años. Estoy consciente, sin embargo, que a Estados Unidos aún le queda mucho por hacer para saldar su deuda pendiente con la paz y la seguridad internacionales, pues continúa siendo el mayor exportador de armas en el mundo. Es el momento de que ese país ponga los principios por encima de las utilidades de algunas corporaciones norte americanas.
Esos datos sobre América Latina, no hacen más que demostrar la amnesia de una región que alimenta el retorno de una carrera armamentista, dirigida en muchos casos a combatir fantasmas y espejismos. Demuestra, además, la total incapacidad para establecer prioridades, una práctica que impide la concreción de una verdadera agenda para el desarrollo. El aumento de la inversión social precisa de más recursos, pero sobre todo, requiere de voluntad política y claridad en las prioridades de la inversión pública. Por ello, en mi último gobierno, le propuse a la comunidad internacional y, muy especialmente, a los países industrializados, que diéramos vida al Consenso de Costa Rica, mediante el cual se creen mecanismos para condonar deudas y apoyar con recursos financieros internacionales a los países en vías de desarrollo que inviertan cada vez más en educación, en salud, protección al medio ambiente y en vivienda para su pueblo, y cada vez menos en armas y soldados. Es el momento de que la comunidad financiera internacional premie no sólo a quien gasta con orden, como hasta ahora, sino a quien gasta con ética. Esta es una idea a la que aún no le ha llegado su hora, y para que le llegue, necesita del apoyo de los partidos socialdemócratas del mundo.
Amigas y amigos:
Lo que les he contado es tan sólo una ínfima parte de las grandes transformaciones y enormes desafíos políticos y económicos que el mundo enfrenta en estos momentos. Desde empezar a dar contenido democrático a la primavera árabe, hasta lograr un nuevo acuerdo internacional en materia de cambio climático. Desde alcanzar finalmente la paz entre Palestina e Israel, hasta evitar un nuevo derramamiento de sangre en Sudán del Sur. Desde procurar un acuerdo en la eurozona para evitar la profundización de la crisis económica mundial, hasta salvar la Ronda de Doha. En estos, y muchos otros temas de la agenda mundial, están involucrados líderes y militantes socialdemócratas de todo el mundo. La responsabilidad de nuestros partidos políticos en esos asuntos es enorme: debemos ayudar a corregir lo que hicimos mal, debemos empezar a tomar decisiones allí donde hemos permanecido inactivos, y debemos proteger lo que hasta ahora hemos hecho bien. Hoy, la esperanza del mundo tiene forma de rosa.
Agradezco que esa esperanza haya venido hasta Costa Rica, que haya venido hasta América Latina con ocasión de este Consejo de la Internacional Socialista. Aún espero un nuevo día para el mundo y para nuestra región. Espero un futuro de grandeza para nuestros pueblos. Llegará el día en que la democracia, el desarrollo y la libertad llenarán las alforjas de nuestras naciones. Llegará el día en que cesará el recuento de las generaciones perdidas. Puede ser el próximo año, la próxima década, el próximo siglo, o la próxima era glaciar…Por mi parte, yo seguiré luchando. Desde mi país y desde mi partido. Sin importar las sombras, seguiré esperando la luz al final del arcoíris. Seguiré luchando hasta que llegue el día.