Los parlamentos deben estar siempre al servicio de las mejores causas de la humanidad

Discurso

Oscar Arias Sánchez
Ex presidente de la República de Costa Rica
XI Asamblea General Confederación Parlamentaria de las Américas (COPA)

Quebec, 7 de setiembre de 2011

Amigas y amigos:

Agradezco profundamente la invitación a estar con ustedes una vez más, como lo hice hace 14 años, durante la primera asamblea de la Confederación parlamentaria de las Américas. El honor de acompañarlos es el mismo, pero nuestra América es otra. Al comienzo de mi carrera política, hace 40 años, esta reunión hubiera sido imposible. Un encuentro que reuniera a tantos representantes democráticamente electos, entre ellos numerosas mujeres, no habría pasado de ser una quimera, porque en aquel momento no todos nuestros pueblos gozaban del privilegio de la democracia. No todos los seres humanos eran iguales ante sus leyes y constituciones políticas. No todos los pueblos eran libres, y muchos tampoco disfrutaban de derechos fundamentales. Los Congresos que ustedes representan son el testimonio vivo del avance de nuestras naciones en la construcción de sus sueños democráticos.

Salvo por el caso de Cuba, rige en todos los estados del Hemisferio la voluntad popular que se materializa en elecciones periódicas, pluralismo político y respeto por las libertades individuales. Aunque a veces se nos olvida, en nuestra región han habido avances, y no son pequeños. Nuestros países deben recordar que cualesquiera que sean las carencias de nuestras Asambleas Legislativas, tener un Congreso democráticamente electo es un signo inequívoco de madurez política.

Ese es el mensaje más poderoso que hoy estamos enviando al resto del mundo: que aquí no hemos venido a ensayar la democracia, sino a evaluarla. Que aquí no hemos venido a instaurar la democracia, sino a defenderla. Que aquí no hemos venido a cuestionar la democracia, sino a mejorarla. Que la causa de la democracia nos es familiar. Que estamos convencidos de que aún la más imperfecta de las democracias, respeta más la dignidad humana que la más iluminada de las dictaduras.

La democracia es un logro fundamental de nuestro continente. Ahora sabemos que el futuro de todas nuestras naciones se escribirá en clave de democracia y de libertad, o no se escribirá. Los parlamentos son sinónimos de democracia, de paz y de respeto por la igualdad de género. Cuando en ellos se discute y se negocia, cuando en ellos hay intercambio de ideas, se manifiesta, de forma inobjetable, la voluntad de los hombres libres. Soy un convencido de la trascendencia que los parlamentos tienen en la vida de las naciones. En un mundo que ha rebasado las barreras de la distancia, y es cada vez más complejo y egoísta, la fuerza política y la fuerza moral de los parlamentos deben estar siempre al servicio de las mejores causas de la humanidad.

Yo fui miembro de la Asamblea Legislativa de mi país. Ahí aprendí que el parlamento es diálogo, transacción y búsqueda permanente de acuerdos, y que para ello es indispensable saber ceder y nunca sentirse poseedor exclusivo de la verdad. Aprendí que en la lucha constante por alcanzar acuerdos es necesario escuchar al elector, al compañero de partido y al adversario. Aprendí, también, que cuando se lucha por causas que son esenciales para el fortalecimiento de la democracia y para la convivencia humana, la derrota no existe y la espera no implica ni renuncia ni claudicación de principios.

Hoy la palabra “democracia” forma parte del lenguaje común de miles de millones de personas alrededor del mundo. Y, casi sin excepción, esa palabra representa lo que es bueno, lo que es justo, lo que es esperanzador. Pero yo no soy del criterio de que las cosas buenas permanecen por inercia. Para cuidar la democracia no sólo se requiere de participación ciudadana y libertades individuales, de elecciones libres y desarrollo humano, sino también de reflexión, de pensamiento y de autocrítica. Se requiere, sobre todo, de un permanente llamado a la racionalidad y a la cordura, algo de lo que suelen carecer nuestros parlamentos latinoamericanos. La democracia depende tanto de lo que hagamos como de lo que dejemos de hacer. Como bien lo resume un reconocido académico en la materia: “democracy will not persist by default”.

Los hijos de este continente tenemos muchas razones para preguntarnos cuán profunda y sostenible es esa democracia que tanto costó alumbrar en la región. Hoy América habla, con sana preocupación, de fortalecer sus sistemas democráticos que, con todas sus carencias y precariedades, siguen siendo infinitamente mejores que las satrapías del pasado. Nunca debemos perder la fe de que la democracia es el único sistema de gobierno capaz de construir un mundo nuevo, digno de ser vivido. Nunca debemos perder la fe de que la democracia es el único sistema político que nos da, a todos, la posibilidad de participar activamente en la construcción de un futuro mejor.

Tenemos, entonces, la tarea de hacer que la democracia sea un logro permanente en el continente. Para ello, debemos reflexionar y actuar cuidadosamente frente a tres grandes retos: el primero, el de cómo mejorar nuestras democracias sin destruirlas, evitando tentaciones populistas y autoritarias; el segundo, el de cómo hacer nuestras democracias más eficientes, para que sean un medio idóneo para satisfacer nuestras aspiraciones de desarrollo; y el tercero, el de cómo construir democracias completas, a través de una mayor participación política de las mujeres. Sobre estos tres grandes desafíos es que quiero hablarles hoy.

Sobre el primero de esos retos, algunos dirán que no hay manera de destruir la democracia, si nuestra intención es mejorarla. Yo no estoy tan seguro de ello. Los libros de historia están llenos de héroes de la democracia, que terminaron convirtiéndose en enemigos de sus pueblos. Que terminaron confundiendo la voluntad popular con la suya propia. Que terminaron suprimiendo las libertades individuales con el único fin de perpetuarse en el poder. El dilema que esto presenta, y que aún no hemos logrado resolver, es cómo lidiar con democracias en donde los gobernantes se comportan autoritariamente, pero no son dictaduras. Porque, en honor a la verdad, en América sólo existe una dictadura. Los demás regímenes, nos guste o no, son democracias en mayor o menor grado de consolidación o deterioro.

Una de las grandes falacias políticas en América Latina y en muchas otras partes del mundo, consiste en vender la idea de que cada lugar puede desarrollar una democracia específica, o un sistema de libertades particular. Muy a menudo, esas justificaciones no son más que disfraces para ocultar una vocación opresiva o autoritaria. Yo estoy plenamente convencido de que las reglas democráticas son universales y que los países son más o menos democráticos, dependiendo de cuánto se acercan o cuánto se alejan de ese sistema que esbozaron los griegos, que perfeccionaron los estadounidenses y los canadienses, que sofisticaron los nórdicos y que hoy intentamos impulsar, con mayor o menor éxito, muchos países de la Tierra.

El poder democrático es siempre un poder limitado. Por definición, un gobernante demócrata tiene oposición política, es controlado por los medios de comunicación, recibe críticas por parte de grupos de presión, es supervisado por el Poder Legislativo y el Poder Judicial, tiene un periodo fijado para ejercer sus funciones, tiene un marco legal definido en el que debe operar, y se encuentra siempre sujeto al escrutinio ciudadano y a la evaluación pública de su gestión. Éstas son las reglas incuestionables del poder democrático, y cualquiera que pretenda saltarlas incurre en vicios autoritarios, aunque haya sido elegido por el pueblo.

Algunos gobiernos en América Latina, y en otras partes del mundo, han caído en la trampa de creer que al recibir el apoyo electoral, el mandato del pueblo les permite modificar esas reglas para llevar adelante su proyecto político. Tengamos mucho cuidado. Las elecciones son una parte esencial del proceso democrático, pero no son el proceso democrático. Si un gobernante coarta las garantías individuales, si limita la libertad de expresión y si restringe injustificadamente la libertad de comercio, subvierte las bases de la democracia que lo hizo llegar al poder.

Pretender derrocar esos gobiernos, o removerlos de alguna forma violenta o contraria a la Constitución y las leyes, es caer en el mismo juego autocrático que pretendemos combatir. Si algo nos ha enseñado la dolorosa experiencia de Honduras, es que un golpe de Estado es siempre una pésima idea. La única vía para restarle poder a quienes lo han concentrado luego de recibir el apoyo popular, es minando ese apoyo popular con educación cívica, con oportunidades y con ideas. Hace 14 años, dije ante esta Asamblea General:

“Es imprescindible educar para consolidar la democracia, para que los habitantes se conviertan en ciudadanos, para que desechemos, de una vez por todas, una ficción que venimos arrastrando desde hace dos siglos: la creencia de que es posible fundar repúblicas sin republicanos. Es necesario educar para que cada ciudadano esté en condiciones de contribuir creativamente al progreso de la sociedad de la cual forma parte. Es necesario educar para evitar que nuestros pueblos sucumban al verbo fácil de demagogos y déspotas, para que conozcan sus derechos y responsabilidades cívicas, reclamando esos derechos y cumpliendo esas responsabilidades con plena conciencia de su significado. Es necesario educar para que cada habitante de nuestras tierras no pierda en las miasmas de la ignorancia, la oportunidad de desarrollar su destino único y trascendente, axioma básico que sostiene toda la doctrina de los Derechos Humanos.”

Lamentablemente, 14 años después, no hemos aprendido a apartar los espejismos de la demagogia y del populismo, porque el problema no son los falsos Mesías, sino los pueblos que acuden con palmas a celebrar su llegada. De nada le sirve a América Latina deshacerse de líderes con delirios autoritarios, tan sólo para ser sustituidos por nuevas estrellas del teatro político.

Esto me lleva al segundo tema del que quiero hablarles: la necesidad de hacer nuestros sistemas democráticos más eficientes, particularmente los parlamentos, para evitar que ante las necesidades insatisfechas nuestros pueblos sucumban a las falsas promesas de líderes autoritarios. En 1997, compartí en esta misma asamblea, con los parlamentarios de entonces, las siguientes palabras: “¿cuánta pobreza soporta la democracia? La pregunta no es retórica. El entusiasmo que saludó en nuestra América el ascenso al poder de nuevos regímenes popularmente electos, durante los años ochenta, ha ido desvaneciéndose, con pocas excepciones de manera continua y generalizada. Nuestras democracias libran todos los días una pelea decisiva para mantenerse a flote, anegadas por descontrolados niveles de violencia social y apatía que las ponen al borde de la ingobernabilidad.”

Hoy, para contestar esta pregunta, es necesario que echemos un vistazo al pasado. América Latina no siempre fue la región que conocemos. Lo cierto es que iniciamos la carrera en iguales o mejores condiciones que otras regiones. Fuimos nosotros los que nos quedamos rezagados. Cuando la Universidad de Harvard abrió sus puertas en Boston en 1636, y la Universidad de Laval fue fundada en esta ciudad, en Quebec, en el año 1663, había ya universidades consolidadas, y casi centenarias, en Santo Domingo, en Lima, en Ciudad de México, en Sucre, en Bogotá, en Quito, en Santiago y en Córdoba. En 1750 el ingreso per cápita en América Latina era prácticamente similar al de los Estados Unidos, y para 1820 ya se había reducido a la mitad. Actualmente, nuestro ingreso per cápita es, aproximadamente, una quinta parte del de Estados Unidos y del de Canadá. Adquirimos nuestra independencia 100 o 150 años antes que países como Corea del Sur y Singapur, que a pesar de haber sido colonias de imperios que también se aprovecharon de ellas, y a pesar de carecer de recursos naturales considerables, hoy superan, varias veces, nuestro ingreso por habitante.

Repartir culpas y buscar enemigos es muy fácil. Lo difícil, pero también lo esencial, es reconocer nuestra propia responsabilidad en el curso de la historia. Con muy pocas excepciones, los países latinoamericanos son los que han luchado durante más años, desde el momento de su independencia, por alcanzar el umbral del mundo industrializado. Y, sin embargo, casi dos siglos después de haberse separado de España o Portugal, no existe en la actualidad una sola nación latinoamericana desarrollada.

Somos nosotros los responsables por la dirección que hemos tomado. Es cierto que hay potencias que han influido en los designios de nuestros pueblos, pero es cierto que las naciones desarrolladas también recibieron presiones hegemónicas. No sería justo decir que solo América Latina ha tenido que enfrentar difíciles obstáculos en su camino hacia una mayor prosperidad. Pero parece que los latinoamericanos seguimos siendo alérgicos a autoconfesarnos. Nuestra región sigue siendo un muestrario de lemas nacionalistas y diatribas antiimperialistas. La victimización sigue siendo el sentimiento de mayor venta en nuestros pueblos, y nuestros gobiernos y parlamentos siguen siendo expertos en inventar pretextos, en lugar de rendir resultados.

El precio que pagamos por la negativa a autoexaminarnos es el de una población cada vez más desilusionada de la política. No es casualidad, que en las diferentes ediciones del reconocido estudio Latinobarómetro, nuestros parlamentos sean sistemáticamente mal calificados por los ciudadanos. Es por eso que actividades como ésta son tan importantes: porque nos da la oportunidad de evaluarnos. Porque América Latina necesita una campanada que haga despertar a quienes siguen golpeando su frente en un muro de los lamentos; un grito que ponga de pie a una región que no gasta zapatos porque está acostumbrada a andar de rodillas. Si América Latina reconociera que ella misma es responsable por su rezago, entonces podría comprender que ella misma es capaz de escribir una historia nueva.

Lograrlo, comienza por aceptar que hay rasgos de nuestra tradición e institucionalidad que han subvertido crónicamente nuestra posibilidad de alcanzar un mayor desarrollo: la resistencia al cambio y la falta de emprendedurismo; la ingobernabilidad y la inseguridad jurídica; el proteccionismo comercial y la falta de competitividad; el descontento político y la vigencia de la tutela militar.

América Latina es la región del mundo que más se resiste al cambio. Uno podría comprender mejor la resistencia al cambio en países como Estados Unidos o Canadá, que han alcanzado envidiables niveles de desarrollo humano y que quieren seguir repitiendo una fórmula que les ha servido. Pero la resistencia al cambio en países como los latinoamericanos resulta verdaderamente sorprendente. En muchos casos, el impulso conservador no nace de un afán por preservar el statu quo, sino de un temor a lo desconocido y, peor aún, de un desmedido interés por proteger privilegios establecidos. Vivimos bajo la consigna de que es “mejor viejo conocido que nuevo por conocer”, y nos aferramos incluso a nuestros dolores y necesidades, porque tememos perder las certezas de nuestro presente. Le apostamos a todo menos al futuro.

Si bien es natural que lo ignoto nos genere ansiedad y temor, para nadie es un secreto que en América Latina ese temor es paralizante. No sólo genera expectación, sino también catatonia. Y esto se agrava ante el hecho de que muchos de nuestros líderes políticos no han desarrollado la paciencia, y las destrezas necesarias, para acompañar a los ciudadanos en los procesos de reforma.

Recuerdo que, durante mi primer gobierno como Presidente de Costa Rica, la mayoría de los costarricenses estaba a favor de una solución militar para acabar con los conflictos bélicos en Centroamérica. Mi tarea, entonces, fue convencerlos de que la guerra iba a significar más dolor y sufrimiento para todos, y que el único camino posible para Centroamérica era la paz. Al final, después de una larga lucha, prevaleció la solución pacífica. 20 años después, durante mi segundo gobierno, los costarricenses estaban atemorizados sobre las oportunidades que la globalización les ofrecía, manteniendo monopolios públicos obsoletos y negándose a integrarse comercialmente con el mundo. Inicié, así, un proceso profundo de apertura de monopolios públicos y de integración comercial, estableciendo relaciones diplomáticas y comerciales con potencias mundiales. Afortunadamente, luego de un largo proceso de convencimiento, los costarricenses comprendieron la importancia que tenían esas reformas para su futuro. Por eso muchas veces he dicho que gobernar es educar, no complacer. Gobernar es decidir, no procrastinar.

Y si la educación política es importante, lo es más la educación de nuestros niños y jóvenes en nuestras escuelas, colegios y universidades. América Latina nunca podrá dar el salto al desarrollo con la cobertura y la calidad actual de su educación. Al inicio de este año, el periódico New York Times publicó los resultados de la última evaluación PISA que realiza la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE), en la que se mide el nivel de conocimiento de los estudiantes de 15 años de 65 países en las áreas de lectura, matemáticas y ciencias. Se trata de la medición más reconocida de la calidad educativa en el mundo. En el área de lectura, los estudiantes de Shanghai obtuvieron el puntaje más elevado, seguidos por los de Corea del Sur, Finlandia, Hong Kong y Singapur. Estados Unidos ocupó el puesto número 17, Uruguay el 47, México el 48, Colombia el 52, Brasil el 53, y Argentina el 58. Los resultados fueron también muy similares en las áreas de matemáticas y de ciencias. En contraste, las cifras para la provincia de Quebec fueron 6, 5 y 10 respectivamente.

En esto quiero ser muy enfático: nuestras universidades no están formando los profesionales que nuestro desarrollo demanda. América Latina gradúa seis profesionales en ciencias sociales, por cada profesional en ciencias exactas y por cada dos profesionales en ingeniería. Los científicos sociales son necesarios, pero no son tres veces más necesarios que los ingenieros. Nuestra región no podrá avanzar en el tanto su sistema educativo refleje sociedades prescritas. Visitar los campus universitarios latinoamericanos es realizar un viaje al pasado. Es devolverse a las confrontaciones ideológicas de la década de los sesenta o setenta, como si el Muro de Berlín nunca hubiera caído, y como si China y Rusia no tuvieran hoy sistemas productivos que emulan a los de Estados Unidos, Canadá o Europa occidental. Estamos preparando a nuestros jóvenes para una realidad que dejó de existir. En lugar de otorgarles herramientas prácticas para desenvolverse en un mundo globalizado, como las herramientas tecnológicas, idiomáticas y el apoyo a la iniciativa empresarial, muchos de nuestros centros educativos se dedican a enseñar autores que muy pocos leen y a repetir doctrinas en las que ya nadie cree.

Eso debe cambiar. Nuestras naciones deben comenzar a premiar a quienes se atreven a innovar y a crear. Deben privilegiar la iniciativa privada y reconocer el éxito personal. Deben invertir en ciencia y tecnología y reformar su oferta académica. Deben ampliar las opciones de crédito y simplificar los trámites para quienes deciden comenzar su propio negocio. Deben atraer inversión y promover la transferencia de conocimientos. Deben comprender que el pragmatismo es la nueva ideología universal, y que, como bien dijera Deng Xiaoping, no importa si el gato es negro o si el gato es blanco, lo que importa es que cace ratones.

Otro de los obstáculos al desarrollo de América Latina es la falta de confianza y la inseguridad jurídica. Tendemos a ignorar que el valor primordial de un mundo globalizado es la confianza. Un talón de Aquiles de América Latina, y una de las actitudes que más urgentemente debemos cambiar en los próximos años, es que somos una región de sorpresas, en el peor sentido de la palabra. Hay países en donde los empresarios son expropiados sin ninguna justificación, en donde se revocan permisos por presión política y los casos judiciales se resuelven sin fundamento en la ley.

Es urgente, también, que reformemos nuestros aparatos estatales. La esclerosis que hasta ahora ha caracterizado a nuestros Estados es la peor trampa para nuestro desarrollo, y para la estabilidad de nuestras democracias. Hacer más fluida la respuesta pública a las demandas ciudadanas, y aumentar los recursos de nuestros fiscos cobrándoles impuestos a las personas más ricas, es esencial para asegurar un cambio hacia una verdadera cultura de libertad. Pero no basta con aumentar los ingresos públicos. Hay que gastarlos con consciencia. Hay que establecer prioridades y hay que planificar pensando en el desarrollo humano. Y en esto América Latina tiene una deuda inmensa, no sólo porque ha gastado poco, sino también porque ha gastado mal. La presencia de más armas, ejércitos y soldados conspira contra el desarrollo de nuestra región. Irónicamente, la reducción del gasto militar es un tema que nunca entró en la discusión sobre las mejores formas de afrontar la crisis económica internacional. Fuimos testigos de apasionados debates sobre rescates financieros y planes de recuperación económica en diferentes parlamentos del mundo, pero nadie dijo nada de los 1630 billones de dólares que en el año 2010 el planeta destinó al gasto militar, a alimentar el vientre de los misiles y no de los niños, a pagar hordas de soldados y no de doctores. Muchas naciones recortaron, y continúan recortando, sus programas sociales a causa de la crisis internacional, pero absurdamente el gasto militar continúa en ascenso rampante.

El último tema del que quiero hablarles es la necesidad de que cada vez más mujeres se integren a la política, para hacer de nuestro continente una región más justa y verdaderamente democrática. Si bien es cierto que el tren de la Historia ha marchado incontenible, en el pasado reciente, en la dirección de la libertad política y del derecho de los ciudadanos de elegir a sus gobernantes, prácticamente no se ha movido, en cambio, para superar formas de violación a los derechos humanos mucho más añejas y arraigadas. Si es bueno recordar que una vez hubo un muro en Berlín que durante décadas impidió ejercer a millones de seres humanos el derecho de elegir su destino, es aún más importante tener claro que hoy persisten muros de miseria en cada pueblo y ciudad de los países subdesarrollados, y muros de subordinación de la mujer en muchos hogares de nuestro planeta.

Debemos ser partícipes de profundas transformaciones del destino humano, y no debemos ser indiferentes ante la suerte de los discriminados por múltiples causas. Hoy me interesa mencionar, en particular, la necesidad, la pertinencia y la urgencia de no cesar nunca en la lucha contra una forma ancestral de discriminación: la que continúa afectando a las mujeres. Las mujeres, secundadas por un número creciente de hombres, descubren día a día nuevas formas de acción dirigidas a poner en marcha lo que podría ser la más importante revolución de la historia: el desmantelamiento de una cultura humana injusta y unilateralmente sexista. Una revolución destinada a acabar con la persistente e insidiosa explotación de la mitad de la familia humana.

Creo que no habrá paz social permanente ni democracia estable mientras no se desmantele una de las formas más perniciosas de dominación y explotación: las que ejerce un género sobre el otro. Todos sabemos que la discriminación de la mujer se manifiesta como desigualdad en el empleo, en la atención de la salud, en el acceso a la educación y en la calidad y pertinencia de esa educación. Desigualdad en las oportunidades económicas, políticas, laborales y salariales.

Permítanme mencionar un punto más general. Nunca debemos olvidar que la violencia y la exclusión tienen un vínculo directo entre sí. La violencia que hoy asfixia a la humanidad en todas partes, es el resultado de la negación de la diversidad, la participación y la igualdad; es el resultado de excluir sistemáticamente a muchos seres humanos de aquello que les confiere dignidad, en particular la oportunidad de decidir el propio destino y contribuir a definir el de su comunidad. Nuestro planeta está enfermo de violencia porque está enfermo de exclusión. Por ello, la causa contra la desigualdad de la mujer, como la causa contra el racismo, como la causa contra la pobreza, como todas las causas que reivindican el elemental derecho de cada ser humano de participar en igualdad de condiciones en su sociedad, son causas esenciales para toda la humanidad: combatir la exclusión y propiciar la participación igualitaria son, finalmente, maneras de erradicar la semilla de la violencia que hoy nos abruma.

Durante mucho tiempo he pregonado que la educación es uno de los instrumentos más eficaces en la lucha contra la desigualdad y la miseria. Pero ese esfuerzo debe orientarse de manera que favorezca principalmente a los más desprotegidos y, tiene que contemplar, prioritariamente, las necesidades educativas de la mujer. El reto no consiste sólo en educar a la mujer, sino también en educarla para su realización, y no para su sujeción. Es valorizando a la mujer como debemos iniciar la recuperación de la humanidad de ese empo¬brecimiento absoluto que significa la ignorancia. Como he dicho muchas veces: si se educa a una mujer no se educa únicamente a una mujer, se educa a una familia.

La característica más hermosa y enriquecedora de la vida humana es su diversidad. Cada género, cada grupo, cada individuo se manifiesta de una manera distinta e irremplazable. Cada uno de ellos posee una porción de sensibilidad, de inteligencia y de capacidad creativa absolutamente irrepetibles y cuya eventual represión solo puede significar, para la especie humana, un empobrecimiento. El futuro del mundo será grandioso cuando la palabra “nosotros” se refiera a todo el género humano.

Amigas y amigos:

No hay que permitir que este siglo sea como el que hemos dejado atrás. Debemos dedicarnos, en cuerpo y alma, a crear un mundo con más solidaridad y menos egoísmo; con más transparencia y menos corrupción; con más educación y menos ignorancia; con más integración comercial y menos proteccionismo; con más equidad y menos injusticia. Si bien ni la globalización, ni el crecimiento económico, ni las instituciones democráticas nos ofrecen certezas, sí nos ofrecen numerosas oportunidades que debemos aprovechar.

Nuestro destino debe ser cambiado, no como un fruto del azar sino de nuestras decisiones. Ese es el tamaño de sus tareas como representantes populares, esa es la dimensión de sus mandatos: mejorar la vida de quienes los sitúan transitoriamente en sus cargos. Ustedes son, pues, instrumentos del bien común, depositarios de los más caros valores democráticos, custodios de la tolerancia, la paciencia, el desprendimiento y la altura de miras que demanda una convivencia política civilizada.

En uno de sus aforismos, el filósofo Ludwig Wittgenstein nos advertía que «Quien sólo se adelanta a su época, será alcanzado por ella alguna vez». Es crucial que recordemos esto. Es vital que los hijos e hijas de este Hemisferio levantemos la vista, que nos adelantemos a esta época y a la que sigue, que pensemos en grande y con verdadero sentido histórico, que proyectemos nuestras aspiraciones mucho más allá del horizonte. Si no levantamos la vista, nuestra época nos alcanzará una y otra vez, y el futuro no será otra cosa que una infinita repetición del presente.

Muchas gracias.