Óscar Arias Sánchez
Ex presidente de la República de Costa Rica
“Reunión Hemisférica sobre el control del tráfico ilícito y la transferencia de armas”
Hotel Real Intercontinental, San José
23 de noviembre de 2011
¿Amigas y amigos:
Es un placer recibirlos en Costa Rica. Agradezco profundamente que hayan atendido la invitación de la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, y del Ministerio de Relaciones Exteriores para participar en esta “Reunión Hemisférica sobre el control del tráfico ilícito y la transferencia de armas”. Que en esta reunión participen representantes de numerosos países de América Latina es apropiado; en la tarea por combatir el tráfico de armas lo que se haga, o deje de hacerse en nuestra región, será crucial para que la humanidad pueda alcanzar una convivencia civilizada. De verdad les digo que ningún esfuerzo en esta dirección tendrá sentido, si las naciones de nuestro hemisferio no se involucran activamente. Si no nos tomamos este asunto en serio.
Hoy, cuando una vez más hay naciones en guerra, cuando despreciables formas de terrorismo amenazan nuestra libertad, cuando los delincuentes organizados y comunes se arman fácilmente, América Latina debe hacer suya la causa del desarme, que es la causa de la inversión en desarrollo humano; debe hacer suya la causa del Derecho Internacional, que es la más elemental salvaguarda contra la anarquía en el mundo; debe hacer suya la causa de la paz.
Reconozco la complejidad de las tareas que nos hemos propuesto. Muchas son las fuerzas que conspiran contra nuestros sueños. Desde intereses económicos poderosos, hasta nuestro propio pasado. La historia de la humanidad es, tristemente, una historia de guerra. Ciertamente ninguno de nosotros, ni ninguno de nuestros hijos, aprobó la secundaria sin haber leído cientos de páginas sobre las batallas que libraron pueblos y civilizaciones enteras, y de la gloria que conllevaba ganarlas. La época antigua estuvo marcada por las conquistas del imperio romano, la medieval por las Cruzadas, el siglo XX por las dos guerras Guerras Mundiales, y el siglo XXI, apenas acabado de nacer, por el ataque terrorista a las Torres Gemelas en setiembre del año 2001.
Con esto no quiero decir que la historia haya condenado para siempre nuestro futuro, por el contrario, es evidente que hoy los seres humanos disfrutamos los días más estables y pacíficos que hayamos conocido. Tenemos, sin embargo, la misión de consolidar esa estabilidad y esa paz. Tenemos que trabajar intensamente para que la historia del futuro no sea una historia de guerra, sino una de paz. Para ello, debemos dejar de pensar como hasta ahora lo hemos hecho en materia de producción y transferencia de armas.
Este es el momento preciso para cambiar por completo los términos del discurso actual sobre seguridad. Algunos han dicho que controlar el tráfico ilícito y la transferencia de armas, así como promover el desarme, son aspiraciones utópicas. Que no somos más que un grupo de eternos soñadores. Esos argumentos, sin embargo, no hacen más que enfatizar la importancia y la trascendencia detrás de nuestras propuestas. Como bien dijera François Guizot una vez: “el mundo pertenece a los optimistas, los pesimistas son solo espectadores”. Hoy nuestra libertad se encuentra de nuevo amenazada, y no serán las armas las que la protegerán. No serán las armas las que nos permitirán ponernos de acuerdo ideológicamente. No serán las armas las que repartirán pan y justicia. No serán las armas las que nos harán más libres.
Para proteger nuestra integridad y nuestros derechos serán necesarias acciones mucho más sofisticadas que jalar el gatillo de un arma, o poner un arma en las manos de cada uno de nuestros ciudadanos, para que se defiendan a sí mismos. Las nuestras son sociedades cada vez más complejas que demandan políticas nuevas y ambiciosas para garantizar la convivencia social. En esta hora, la sabiduría de nuestros pueblos no está en tomar las armas para resolver sus problemas. Estará, por el contrario, en dejarlas.
El Goliat de nuestro tiempo es esa oscura maquinaria de hierro y pólvora que sólo derrama muerte a su alrededor. Para hacer posible nuestra supervivencia, hay que tomar la honda y derrumbar a Goliat, para que deje de sembrar dolor en el inagotable huerto de la vida. En la actualidad, hay un arma de fuego por cada diez habitantes del planeta. Eso es aberrante. Cada año, se fabrican 8 millones más, junto con 14.000 millones de unidades de munición militar, es decir, 2 balas por persona, incluidos niños y niñas. ¿Es posible, verdaderamente, argumentar en favor de un potencial destructivo de dimensiones tan apocalípticas? ¿Es posible, verdaderamente, defender una realidad por la cual puede morir el mundo entero y todavía alcanzar para una matanza idéntica?
La tenencia de armas debe dejar de verse como un ejercicio de libertad, para empezar a entenderse como un obstáculo para ejercerla. Las armas de fuego son uno de los combustibles que está alimentando la creciente inseguridad ciudadana en nuestras capitales y pueblos, así como la estabilidad de los Estados y sus instituciones democráticas. Desconociendo que las armas no son una protección eficaz, sino una latente amenaza a su vida, los ciudadanos se han armado.
Durante los últimos veinte años, la proporción de homicidios dolosos perpetrados con armas de fuego ha aumentado sistemáticamente en todos los países latinoamericanos. El 42% de los homicidios con arma de fuego que cada año ocurren en el mundo, tienen lugar en América Latina, donde vive menos del 10% de la población mundial. Quien duerme seguro porque ha adquirido un arma, ignora que el peligro que esa arma implica nunca duerme. Está demostrado que la proliferación de las armas de fuego entre la ciudadanía se traduce siempre en un aumento de la violencia y los crímenes. Es decir, que al adquirir armas para protegernos del peligro, estamos engendrando el peligro.
Este problema se ha agravado con el tiempo, porque las armas ya no solo llegan a los hogares, sino que también viajan en las manos de niños y jóvenes a las escuelas y colegios. Ahora llegan fácilmente a las manos de grupos terroristas que combaten gobiernos democráticos. Ahora forman parte esencial de los activos de grupos criminales organizados y de narcotraficantes que, en el mejor de los casos igualan los arsenales estatales, y en el peor de los casos, los superan. Contrario a lo que predican algunos, no existe seguridad en las armas. No existe seguridad, porque las armas son mercenarios que se arrodillan ante cualquier persona, grupo o gobierno.
Sobre el ciclo de inseguridad y violencia que generan las armas, y sobre cómo romper ese ciclo, se ha escrito una vasta literatura que ustedes conocen muy bien. La urgencia de tomar decisiones concretas es, también, conocida. En esta oportunidad, quiero enfatizar dos acciones que nos pueden ayudar tanto en el corto como en el largo plazo: la primera y más obvia, es detener ahora mismo el tráfico ilícito y la transferencia de armas, lo que es posible a través del derecho internacional y sus instrumentos; la segunda, y que es crucial para darle sustento real a cualquier instrumento legal que aprobemos, es la inversión en desarrollo humano, particularmente en educación.
Con respecto a la posibilidad de contar con un instrumento legal que regule el tráfico de armas, creo personalmente que esta sigue siendo una deuda pendiente de la comunidad internacional. Se han adoptado importantes decisiones internacionales sobre el narcotráfico, sobre la trata de personas, sobre la esclavitud, pero aún seguimos sin adoptar una decisión sobre el tráfico de armas. Sinceramente, no creo que podamos esperar más. Estamos pagando con vidas humanas la inacción de organismos constituidos precisamente para salvaguardar la paz y la seguridad internacionales.
Contar con una declaración mundial que contenga principios, reglas y procedimientos para regular el tráfico y la transferencia de armas, especialmente para evitar que las mismas terminen en manos de terroristas, delincuentes o genocidas, ha sido por décadas un deseo muy cercano a mi corazón, al de la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano y al del pueblo costarricense. Durante mi pasada Administración presenté ante la Asamblea General de Naciones Unidas el Tratado sobre la Transferencia de Armas, que se encuentra en conocimiento de esta organización, y que pretende prohibir la transferencia de armas a Estados, grupos o individuos, cuando exista razón suficiente para creer que esas armas serán empleadas para vulnerar los derechos humanos o el Derecho Internacional. Ningún Gobierno en la historia de este país ha presentado un texto de tal trascendencia internacional para disminuir la violencia y, también, para reducir la pobreza, porque está demostrado que el gasto en armas subvierte las expectativas de desarrollo de los países más pobres del planeta.
Sé que no será fácil lograr la aprobación de este Tratado. Muchos son los intereses políticos y económicos detrás del status quo en materia de producción, comercialización y tráfico de armas. Un status quo que se caracteriza, principalmente, por carecer de regulación. Empezar a regular un sector que se autoregula es ya, por sí mismo, complicado. Por esa razón, se requerirá de toda la ayuda posible, tanto por parte de organismos no gubernamentales como de los Estados.
Todo tratado internacional comienza por los esfuerzos que se hagan a lo interno de los países. Afortunadamente, esta no es la primera reunión hemisférica que se organiza en torno al tema, ni la primera reunión técnica. Ya llevamos camino avanzado, pero aún nos queda mucho por hacer. Quiero aprovechar para pedirles su ayuda para que podamos terminar lo más pronto posible un diagnóstico completo sobre la situación del tráfico de armas en la región, así como para coordinar los esfuerzos que cada uno de sus gobiernos está haciendo para controlar y regular ese tráfico.
La ayuda de todos ustedes es primordial. Aunque sea sólo un funcionario público el que todos los días le esté recordando a su jefe la magnitud de este flagelo, y la importancia de adoptar medidas y sumarse a este esfuerzo regional, habrá valido la pena. Creo firmemente que un convencido es lo primero que se necesita para tener mil convencidos más. Como bien nos dijera el gran escritor norteamericano, Ralph Waldo Emerson: “toda revolución es primero una idea en la mente de un solo individuo, y cuando la misma idea se le ocurre a otro individuo, he ahí la clave de una era”. Debemos vender la idea cierta de que regular y controlar el tráfico de armas es combatir al mismo tiempo el narcotráfico y el crimen organizado, dos de los desafíos más importantes en la agenda latinoamericana.
La segunda tarea, la de mejorar la cobertura y la calidad de la educación de nuestros niños y jóvenes es igual de importante, y requerirá de un esfuerzo mayor por parte de todas las naciones, particularmente de las naciones latinoamericanas. Si no existe seguridad en las armas, tampoco existe educación en las armas.
Estoy convencido de que las armas han sido siempre una traición, la más baja traición a la dignidad humana. Las armas están hechas para matar, y punto. No conozco otro artefacto, ni siquiera una ideología, tan contraria a nuestro propósito sobre la Tierra. No existe un solo indicio que sugiera que la carrera armamentista y el comercio de armas han deparado al mundo un nivel superior de seguridad y un mayor disfrute de los derechos humanos. Por el contrario, no solo nos ha hecho infinitamente más vulnerables como especie, sino también más pobres. Cada arma es el símbolo de las necesidades postergadas de los más pobres. No lo digo sólo yo. Lo decía, en forma memorable, un hombre de armas, el Presidente Eisenhower, hace ya más de medio siglo:
“Cada arma que construimos, cada navío de guerra que lanzamos al mar, cada cohete que disparamos es, en última instancia, un robo a quienes tienen hambre y nada para comer, a quienes tienen frío y nada para cubrirse. Este mundo alzado en armas no está gastando sus recursos en soledad. Está gastando el sudor de sus trabajadores, el genio de sus científicos y las esperanzas de sus niños.”
En un día como hoy, un niño hondureño tirará del gatillo de un rifle en medio del fuego cruzado en un combate de pandillas. Tal vez él soñaba con ser un músico y cantarle a su pueblo, pero en sus manos nunca nadie puso una guitarra. En un día como hoy, una adolescente costarricense se armará para poder dormir “segura” en su casa. Tal vez ella soñaba con ser pintora y exponer sus obras de arte en los museos más prestigiosos del mundo, pero en sus manos nunca nadie puso un lienzo para pintar. En un día como hoy, un adolescente de Colombia estudia tácticas de combate en la selva, bajo la luz de una vela. Tal vez él soñaba con ser un astronauta y visitar las estrellas, pero en sus manos nunca nadie puso un atlas del Universo ni una computadora. Este es el drama diario que viven muchos niños y jóvenes de nuestro hemisferio. Un drama de proporciones monumentales y desgarradoras, en el que el ir a la escuela, al colegio o a la universidad es un sueño imposible, al lado de la facilidad para armarse e integrarse a una pandilla.
Muchas naciones, incluidas latinoamericanas, han recortado sus programas sociales en vista de la crisis internacional y, sin embargo, el gasto militar continúa en ascenso rampante, sin que nadie parezca comprender su elevado costo de oportunidad. Solo nuestra región gasta, al año, 63 mil millones de dólares en armas y soldados, a pesar de que ninguna nación, con excepción de Colombia, se encuentra actualmente en medio de un conflicto armado. Una vez más pregunto: ¿quién es el enemigo de América Latina?
Nuestros enemigos son el hambre, la ignorancia, la desigualdad, la enfermedad, la inseguridad ciudadana, la degradación del ambiente. Nuestros enemigos son internos y no se combaten con una nueva carrera armamentista, sino con políticas públicas. Si los países latinoamericanos redujeran a la mitad su gasto militar, podrían aumentar la inversión en investigación y desarrollo en un 1% de su Producto Interno Bruto. En el caso de ciertos países, como El Salvador o Ecuador, esa cifra podría ser mucho mayor.
Pero tal vez la mitad del gasto militar nos parece demasiado. Bueno, si los países latinoamericanos redujeran en una cuarta parte su gasto en armas y soldados, tendrían recursos suficientes para comprar 150 millones de computadoras del programa One Laptop Per Child. Con esto, podría entregarse una computadora a cada niño que se encuentra actualmente en el sistema educativo. Pero tal vez una cuarta parte también nos parezca exagerada. Bueno, si los países latinoamericanos redujeran en un 10% su gasto en armas y soldados, alcanzaría para instalar Wi-Fi gratuito en las ciudades principales de nuestra región, potenciando las oportunidades de conexión de nuestros pueblos, que habitan mayoritariamente en las zonas urbanas.
Y si les parece mucho una décima parte, les digo que si los países latinoamericanos redujeran su gasto militar en un 5%, sería suficiente para otorgar una beca estudiantil, como las del programa Avancemos que creó mi pasado Gobierno, a 3 millones de jóvenes, durante un año. Si dejaran de comprar un solo helicóptero artillado, darían alimento escolar a miles de niños durante toda la primaria.
Estos, y muchos otros, son los dividendos de la paz. Esto es tan solo una parte de lo que América Latina ganaría si dejara de apostar en la ruleta rusa del gasto militar.
Yo llevo casi 30 años de estar hablando sin descanso sobre este tema. Más de 30 años de estar hablando ante oídos que casi nunca quieren escuchar. Me dirán que no tiene sentido seguir luchando, pero lo haré por el resto de mi vida. Les aseguro que las condiciones han cambiado. La segunda década de este siglo merece más de lo que hasta ahora hemos podido construir, y más de lo que hasta ahora hemos sido incapaces de evitar. Nos corresponde la tarea de brindarle a nuestra región, y a nuestro planeta, una nueva oportunidad.
El gasto en armas no nos priva sólo de recursos económicos. Nos priva ante todo de recursos humanos. El más grande arsenal de genios en el mundo está en este momento trabajando en perfeccionar el armamento y los sistemas de defensa de algunas naciones. Ése no es su lugar. Su lugar es en los laboratorios en donde se creen medicamentos accesibles para toda la humanidad. Su lugar es en las aulas en donde se formen los líderes del mañana. Su lugar es en los gobiernos que requieren asesoría para proteger sus cosechas, sus ciudades y sus poblaciones, de los efectos del calentamiento global.
Imaginen, por un instante, lo que sería nuestra región si le otorgáramos más poder a los programadores y diseñadores, en lugar de a los coroneles y generales. Si destináramos nuestros recursos a comprar más libros y computadoras, en lugar de más misiles y tanques de guerra. Si en lugar de muros y cercas alambradas, nuestras fronteras compartieran cables de alta tensión o redes de fibra óptica. Si en lugar de repetir en los colegios la historia eterna de campañas bélicas, nuestros jóvenes tuvieran la oportunidad de asistir a ferias científicas y competencias de matemática. Imaginen esa América Latina, ansíenla, quiéranla… y súbanse las mangas de la camisa, porque nos toca a nosotros construirla.
Amigas y amigos:
En la actualidad, todo ser humano se encuentra inmerso en difíciles encrucijadas. Tanto en América Latina como en el resto del mundo. La nuestra es una era tan absoluta como relativa, tan apegada a cánones como desprovista de ellos. Exactamente como lo describió Charles Dickens al inicio de su novela “Historia de dos ciudades“, retratando los años que antecedieron a la Revolución Francesa: “Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era la era de la sabiduría, era la era de la insensatez, era la época de la creencia, era la época de la incredulidad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación”.
Estos no son los albores de una revolución como aquella, pero queremos que sean los albores de nuestra propia revolución. De una revolución que no se valga de las armas, sino de las ideas; que no apele a la fuerza, sino a la moral. La nuestra es una época propicia para un cambio radical, una época en que la humanidad puede despojarse de sus más anquilosadas vestiduras, y nacer joven y nueva.
Las vetustas costumbres, como la guerra, la violencia y el odio, no están aseguradas a perpetuidad. No está asegurada la guerra, aunque algunos la crean consustancial a la especie humana, ni está asegurada la violencia, aunque algunos no puedan vivir sin ella. No está asegurado el odio, aunque casi todo el mundo lo sienta.
Podemos sembrar la paz, destruyendo armas, evitando su tráfico y su producción, y prodigando respeto para todos los pueblos de la Tierra. Los seres humanos no nos encontramos irrevocablemente dirigidos hacia nuestra propia destrucción. Hay cientos de corazones, miles de corazones, millones de corazones dispuestos a ensanchar el camino hacia la paz. La historia de la humanidad ha sido narrada en silencio por las madres que lloran la muerte violenta de sus hijos. Es hora de darles consuelo. El mundo es capaz de escribir otra historia. Aunque no tengamos todavía un capítulo sin guerra y sin locura, en los siglos y siglos en que hemos habitado este pedazo del universo, nada impide que seamos cuerdos el día de mañana. Nada impide que empecemos, por fin, a escribir en limpio una historia de paz.
Muchas gracias y bienvenidos.