La clave que medirá el progreso

Discurso

2 de diciembre de 2011

Amigas y amigos:

Es para mí un enorme placer encontrarme en Puerto Rico. No les miento cuando les digo que al poner un pie en la “isla del encanto”, uno no sabe si viene de trabajo o de vacaciones. Cuando la Cámara de Comercio de Puerto Rico me hizo el honor de invitarme a compartir con ustedes, no dudé dos veces en aceptar la invitación: venir a hablar de desarrollo económico, bajo un cielo azul, con un sol radiante y con un mar turquesa, es francamente una propuesta irresistible. Mi inagotable deseo de que los pueblos crezcan más allá de sus sueños, junto a mi particular preferencia por el calor, han hecho de esta una feliz oportunidad para poder compartir con amigos puertorriqueños. Una vez más, muchas gracias por abrirme las compuertas de la amistad, y permitirme navegar con la esperanza como vela y con las ideas como remos, hasta este puerto cargado de unas ganas inmensas de exportar lo mejor de su gente, de su naturaleza, de su historia y de sus empresarios.

Sus expectativas de crecimiento, de libertad y de desarrollo humano, no difieren mayormente de las de los costarricenses, los argentinos o los mexicanos. Ciertamente, el corazón de Puerto Rico es más latino que americano. Ese bagaje histórico y cultural entraña posibilidades maravillosas, pero a la vez grandes desafíos. Todas las expectativas cifradas sobre las míticas expediciones del Nuevo Mundo siguen persiguiendo hoy a los habitantes de América Latina y del Caribe. La sola noción de que un mundo nuevo era posible, nos hizo correr la suerte de ser el gran experimento humano, en el que miles de teorías podían ser probadas. Fuimos la tabula rasa de la historia, la hipótesis demostrable. Por ello, no sorprende que en nuestra región hayan tenido cabida, y sigan teniendo, insólitas formas de concebir la vida en sociedad.

Quizás este fenómeno haya tenido mayor profundidad en la realidad de América Latina, que en ocasiones parece estar destinada a ser la loca de la casa. Como dijera García Márquez, en un célebre discurso, el nudo de nuestra soledad radica en la intención del resto del mundo de pretender medirnos con modelos que no eran los nuestros. Y eso es cierto. Pero estoy convencido, también, de que la soledad de América Latina y del Caribe proviene de su intención de aislarse completamente del cauce histórico, de pretender sistemas tan originales que olvidaron las más elementales lecciones del devenir humano. El camino de la autarquía latinoamericana pasó no sólo por el proteccionismo comercial, sino también por el proteccionismo intelectual: sólo en ese contexto se explica que en nuestras naciones existan, todavía, proyectos de democracia sin oposición, elecciones sin partidos políticos, libertad de expresión con censura oficial, y tantas y tan variadas ocurrencias de caudillos pasados y presentes, que en el resto del mundo probaron ser erradas, pero que en Latinoamérica no sólo no se extinguen, sino que también en épocas recientes parecen vigorizarse.

La formación de la América de ensueño de la que Latinoamérica fue víctima fatal, padeció desde un inicio de un error epistemológico: ésta, como ninguna otra región del mundo, sucumbió al error de creer que los nombres entrañaban los objetos, que las declaraciones de paz, de libertad, de democracia y de justicia, no eran menos que conjuros que hacían aparecer, por prodigio inexplicable, las realidades que añorábamos. Fuimos producto del error original, el del descubrimiento de las Indias Orientales. Pero nuestra identidad se ha configurado, desde entonces, con la ayuda de infinitos errores derivados, el más importante de los cuales fue la convicción de que América sería la tierra de la libertad, solo porque así se le llamara. Cinco siglos hemos cargado con esa gran paradoja: la de haber sido libres en el nombre, mucho antes de serlo en el pensamiento y las acciones. Mucho antes de serlo en la realidad.

América Latina es una región singular. Habiendo llegado tarde a la cita del desarrollo, vive simultáneamente en el feudalismo y la postmodernidad. Nuestras preocupaciones van desde la erradicación de tugurios, hasta la conectividad de banda ancha; desde la universalización del acceso al agua potable, hasta el reto de lograr que nuestro libre comercio con las naciones desarrolladas sea verdaderamente libre. Quizás esto explique el hecho de que todo abordaje de la economía latinoamericana, debe empezar por el abordaje de su democracia y de su desarrollo humano. Compartimos con los países desarrollados la preocupación por asegurar un crecimiento económico sostenido, controlar la inflación y atraer mayor inversión extranjera; pero tenemos al mismo tiempo que lidiar con la necesidad de crear Estados eficientes y transparentes, capaces de brindar respuestas a las demandas de los ciudadanos, y de distribuir más equitativamente el poder económico y político; todas éstas, preocupaciones que muchos de los países desarrollados han dejado de tener.

Pero aún cuando nuestros sueños parecen seguir siendo superiores a nuestras capacidades, y nuestras metas parecen ser demasiado ambiciosas para nuestras políticas actuales, América Latina es hoy una región para ser tratada con seriedad. Es una región que, con la sola excepción de Cuba, y con algunos bemoles, es enteramente democrática por primera vez en la historia. Una región que provee a Estados Unidos de más del 30% de sus importaciones de petróleo, más de la mitad de su población nacida en el extranjero, y una quinta parte de sus exportaciones e importaciones totales. Es momento, entonces, de profundizar esas prácticas con las naciones más ricas del mundo y empezar por conquistar la realidad antes de nombrarla; es momento de labrar los requisitos fundamentales de las democracias, antes que proclamarnos ante el mundo como la tierra de la libertad. Es momento de olvidar los caudillos y poner toda nuestra esperanza en nuestros empresarios, tanto jóvenes como experimentados.

Yo soy hijo orgulloso de una familia de empresarios. El idioma que se habla en este recinto es el que entiendo y el que sé pronunciar. Por eso, aunque yo sea político y ustedes sean empresarios, estoy seguro de que nos vamos a entender muy bien. En esta ocasión quiero hablarles de tres grandes temas sobre los que descansa, principalmente, el futuro económico de cualquier pueblo o nación: la profundización de la integración comercial, la inversión en educación e innovación y la reducción del gasto militar. Algunos de ustedes pensarán qué tiene que ver un tema con el otro. Ese es siempre mi mayor reto ante cualquier auditorio: el de convencer a los oyentes de que las causas de la educación y de la paz, son las causas del desarrollo y del crecimiento económico.

Empecemos por la integración comercial. Sé que este recinto alberga una amplia gama de opiniones sobre las mejores formas de alcanzar un intercambio comercial que sea intenso y, a la vez, justo. Personalmente, considero que el libre comercio es la vía más adecuada para lograr ese objetivo. Estoy convencido de que constituye un camino que, si se transita correctamente, traerá más bienestar para nuestros ciudadanos. Sin embargo, hablar de integración comercial sigue siendo difícil en buena parte de nuestra América, todavía amurallada tras las ruinas de ideologías gastadas. Es de lo más pintoresco escuchar en nuestra región discusiones sobre si deberíamos o no favorecer la apertura comercial. ¡Cómo si fuera una opción! La integración económica del mundo no se escoge, la integración económica del mundo se acepta. Es una fuerza, no una decisión. Da la casualidad que es, además, una fuerza provechosa.

Con todos sus errores y debilidades, el libre comercio ha sido la herramienta de desarrollo más poderosa con la que ha contado la humanidad en épocas recientes, particularmente para los países más pobres del mundo. Ha sido, también, el bastión de una política exterior que produce resultados concretos en la vida de los individuos, y no sólo floridas declaraciones en cumbres internacionales. Estoy convencido de que la amistad de los pueblos de América avanza más por cada contenedor que se descarga en un puerto, por cada vuelo que aterriza en una terminal, por cada inversionista extranjero que establece su empresa en una zona deprimida económicamente, que por todos los saludos que podamos profesarnos en cumbres internacionales.

Las naciones y los estados pequeños, como Costa Rica y Puerto Rico, estamos condenados a ser los fenicios de la modernidad; por el tamaño de nuestros mercados y porque producimos lo que no consumimos y consumimos lo que no producimos. La alternativa que enfrentamos es tan cruda como simple: o exportamos cada vez más bienes y servicios, o exportamos cada vez más personas. Lo he dicho muchas veces: la pobreza no necesita pasaporte para viajar. Las naciones industrializadas deberían preferir reducir las barreras a los productos extranjeros, que levantar muros para detener a un flujo de inmigrantes que no cesará, en el tanto subsistan las inmensas disparidades que separan a muchos de nuestros pueblos.

Entender esto es fundamental. Sobre todo en medio de la depresión económica internacional que estamos atravesando, y que amenaza con destruir todo lo que con tanta paciencia hemos construido. Muchos se han apresurado a objetar instrumentos como los tratados de libre comercio, haciéndolos el blanco del resentimiento general. Tengamos mucho cuidado: los problemas de nuestras economías no se solucionan con devolvernos a las cavernas, con perseguir espejismos autárquicos ni cultivar la utopía del autoabastecimiento alimentario. América ya incursionó por esa calle sin salida. Para quienes no se acuerdan, la experiencia nos dejo endeudados, empobrecidos y en la más pavorosa ineficiencia productiva.

Esas fueron las condiciones en que encontramos a Costa Rica al inicio de la década de los ochenta. Fue entonces cuando decidimos iniciar, por nuestra libre voluntad, una apertura unilateral de la economía costarricense. Sabíamos que esto generaría una baja en los precios, tanto de los productos finales para el consumidor como de los bienes de capital para el empresario nacional, y una mayor diversificación de bienes y servicios a disposición de las familias y las compañías. El tiempo nos dio la razón. La economía de Costa Rica es hoy mucho más estable, mucho más confiable, y mucho más exitosa, de lo que era en los años en que fui Presidente por primera vez.

Aún así, pese a las pruebas, los latinoamericanos le siguen teniendo pavor al cambio que representa la apertura comercial. Prefieren aferrarse al pasado porque confían en que ese pasado, por más nefasto que sea, será mejor que un futuro incierto. Esto lo observé con elemental claridad en la discusión que sostuvimos en Costa Rica, hace poco más de cinco años, con motivo de la celebración del primer referéndum de nuestra historia, para decidir la aprobación del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, Centroamérica y la República Dominicana. Los costarricenses que adversaban el tratado no estaban felices con sus circunstancias, pero le tenían terror a lo que podía suceder si esas circunstancias cambiaban. Yo siempre les dije una frase que John Maynard Keynes le contestó a un periodista impertinente: “cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Qué hace usted?”

Me correspondió en mi segundo gobierno impulsar la aprobación de ese tratado. No fue una tarea fácil. A un año de haber llegado por segunda ocasión a la Presidencia, de nuevo me tocó emprender otra campaña política, en este caso para evitar que la economía costarricense se aislara del mundo. Durante esa campaña manifesté, y hoy lo repito, que el TLC con los Estados Unidos no iba a bastar para resolver todos nuestros problemas, pero que eso no significaba que no importara. Es obvio que el TLC no es perfecto, pero eso importa muy poco. Debemos abandonar la idea, tan equivocada como destructiva, de que el desarrollo de los países se construye con opciones perfectas y a la medida. Lo cierto es que nada en nuestra historia nos indica que sea así. Antes bien, el desarrollo se labra a partir de tomar las oportunidades como se presentan, de ponderar caminos imperfectos y de decidir cuáles se acercan más a nuestros ideales.

A cinco años de la aprobación del TLC, y a tres de su implementación, estamos más cerca que lejos de esas oportunidades que vislumbramos en su momento. Hoy los costarricenses pueden, finalmente, escoger el operador de telefonía móvil de su preferencia. Antes había un único proveedor de servicios de telecomunicaciones, y hoy hay más de 100 operadores autorizados para proveer más de 12 tipos distintos de servicios. Desde Internet móvil hasta servicios de GPS. El proceso de apertura ha sido complejo, con atrasos propios del proceso de aprendizaje, pero se ha ejecutado bajo un mercado de legalidad y de transparencia. Lo mismo podemos decir de la apertura del mercado de seguros. Si bien el Instituto Nacional de Seguros continúa siendo el operador más grande de mi país, poco a poco las aseguradoras privadas han ido abriendo nuevos nichos de mercado. El número de intermediarios y agentes de seguros ha aumentado, y hoy son más de 100 los nuevos productos de seguros que se ofrecen en el mercado costarricense. El proceso de apertura de los seguros se ha caracterizado por ser gradual y sin mayores contratiempos. De verdad, son muchas las oportunidades que en mi país tienen los empresarios puertorriqueños para invertir y crecer.

Pero el proceso de integración comercial de Costa Rica con el mundo no se detuvo con la aprobación del TLC con los Estados Unidos. Durante mi segunda Administración también negociamos acuerdos de libre comercio con China, Singapur, Panamá y la Unión Europea, éste último en conjunto con los otros países de Centroamérica, y firmamos también un tratado de inversión con Qatar. Bajo la actual Administración se unificaron los TLCs de los países centroamericanos con México, actualmente se está modernizando el TLC con Canadá, y se está explorando el inicio de negociaciones con los países que no forman parte de la Unión Europea: Suiza, Liechtenstein, Noruega y Finlandia, así como con Corea del Sur y la India. La adaptabilidad a nuevas circunstancias y mercados es la clave que medirá el progreso de las naciones en las décadas por venir. Si aspiramos a la prosperidad, no debemos bajarnos del tren del libre comercio. Por el contrario, debemos asegurarnos de que cada vez más y más personas lo puedan abordar. Cada vez más microempresarios, cada vez más mujeres, cada vez más habitantes de zonas rurales, cada vez más jóvenes. Más personas compitiendo, y no menos, debería ser la meta de todo gobierno.

Esto me lleva al segundo tema que quería mencionarles: de poco le sirve a un país profundizar su integración comercial, si no aumenta sensiblemente su competitividad, particularmente a través de la educación. Esto es, que nuestras naciones deben invertir en innovación, deben educar a sus jóvenes, deben enseñarles computación e idiomas. Muchas veces he dicho que me preocupa que América Latina está graduando profesionales que podían encontrar empleo en el mundo de hace 30 años, y carecen de muchas de las herramientas para desenvolverse en la actualidad. Nuestra región gradúa seis profesionales en ciencias sociales, negocios y derecho, por cada profesional que gradúa en ciencias exactas y por cada dos profesionales en ingeniería. No estoy diciendo que los científicos sociales son innecesarios. Tan solo digo que no son tres veces más necesarios que los ingenieros. Y puedo asegurar, que los puestos de trabajo se crean en proporción inversa a los graduados por área de estudio.

A pesar de que el gasto en educación en la región sí ha aumentado considerablemente en relación con el PIB en los últimos años, ello no ha sido suficiente: uno de cada tres jóvenes no asiste nunca a la escuela secundaria, y solo uno de cada diez llega a graduarse de la universidad. ¿Qué es esto sino el más evidente símbolo de irracionalidad y ceguera histórica? Estoy convencido de que los fracasos en la educación de hoy son los fracasos en la economía de mañana. Los países desarrollados, que albergan menos del 10% de los jóvenes del mundo, gastan más de la mitad de todo el presupuesto mundial en educación. En las últimas tres décadas, del aumento total de la producción en el mundo, el 88% provino de mejoras en la tecnología, y sólo 12% provino de la expansión de los sistemas productivos vigentes. Es claro, entonces, que si de algo deben estarse preocupando los empresarios, es de invertir mucho más en ciencia y en tecnología.

Invertir más en educación y tecnología implicará, sin duda alguna, sacrificios. Sacrificios como el dinero que se invierte en cada avión Sukhoi Su-30k, cuyo costo ronda los 34 millones de dólares, y que serviría para comprarles a nuestros estudiantes alrededor de 200 mil computadoras del MIT Media Lab. Sacrificios como el dinero que se invierte en cada helicóptero Black Hawk, cuyo precio mínimo ronda los 6 millones de dólares, y que podría servir para pagar durante un año una beca de 100 dólares mensuales a 5 mil jóvenes latinoamericanos. La decisión debería ser evidente. Aún así, en el mundo se siguen gastando más de 1600 billones de dólares en gasto militar, y solo en nuestra región se gastan, al año, 63 mil millones de dólares, a pesar de que ninguna nación, con excepción de Colombia, se encuentra actualmente en un conflicto armado.

Costa Rica se ha negado a ser parte de esa obra trágica de la que todos conocen el triste desenlace. Precisamente, ayer, celebramos 63 años de haber abolido nuestras fuerzas armadas. Desde el año 1948, por la visión de un hombre sabio, el expresidente José Figueres Ferrer, Costa Rica abolió el ejército, le declaró la paz al mundo y apostó por la vida, por la salud y por la educación. Gracias a la visión de don Pepe, como cariñosamente recordamos a nuestro expresidente, y de una ilustre generación de hombres y mujeres valientes, hoy Costa Rica pelea ante el mundo sin acudir a la batalla. Y por eso somos desde ya una potencia vencedora. Ni el tamaño de Costa Rica, ni su diminuta población, harán menguar la grandeza ética de la hazaña histórica que ayer conmemoramos. Porque el poder de la guerra casi siempre emana de la fuerza, no de la razón, y cuando se vence en un campo marcial, no se prueba otra cosa que la más vergonzosa de las capacidades: la capacidad para destruir. No gana una guerra siempre quien lleva la verdad, sino quien lleva las mejores armas. Costa Rica descansa segura en la convicción de que cualquier lucha que gane, la ganará por ser superior en la razón, por tener mejores argumentos, por estar del lado de la verdad.

Creo que la abolición del ejército no es una aventura aislada de un pueblo soñador, sino el propio destino del ser humano, que Costa Rica protagonizó antes de tiempo. Y aunque estoy convencido de que llegará el día en que muchas otras naciones del mundo seguirán nuestro ejemplo, y los maestros en las escuelas dirán que la gran travesía de paz fue iniciada en nuestro suelo, no puedo evitar sentirme triste con la noticia reciente de que el presidente electo de Haití, Michel Martelly, planea restablecer las fuerzas armadas de su país. Tanto la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, como yo, trabajamos arduamente para que Haití, junto con Panamá, decidieran voluntariamente seguir el ejemplo de Costa Rica, y abolir sus ejércitos en la última década de los años noventa. Soy consciente de los innumerables problemas que aquejan a la población haitiana, y que la necesidad de orden es imperiosa. No obstante, la historia ha probado que las armas no son portadoras ni de orden ni de razón.

No existe seguridad ni orden en las armas, porque las armas son mercenarios que se arrodillan ante cualquier persona, grupo o gobierno. La esperanza que Haití busca, y el futuro con el que sueña, yace precisamente en dejar atrás la sombra de la tutela militar. Confío en que llegará el día en que el ser humano comprenda que el poder de la guerra es muy superior al suyo, y que inundarse de armas es entregarle a la muerte la secreta llave de la vida. Creo firmemente que la lucha por la desmilitarización, no es sino una de las vertientes de nuestra más amplia lucha por el progreso y el mejoramiento de la calidad de vida de nuestros pueblos.

Invertir en educación es invertir en desarrollo, es invertir en la paz. Como bien dijera don Pepe con respecto a Costa Rica, pero aplicable a cualquier nación: “el país nunca podrá realizar una reforma social sobre bases de ignorancia”. Queremos poblaciones cada vez más tolerantes, cada vez más capaces de comprender que las diferencias y la variedad de opiniones no son la maldición de nuestra libertad, sino la riqueza de nuestra humanidad. Queremos sociedades plurales: plurales en credo y en ideología, plurales en raza y en género, plurales en gustos y en opiniones. Queremos sociedades convencidas de la necesidad del diálogo y del respeto, seguras de que la confrontación nos brinda resultados mucho más pobres que la negociación. Queremos sociedades que construyan, no que destruyan; que tengan las herramientas y las oportunidades para cultivar la cultura del emprendedurismo. Queremos, en suma, sociedades educadas. Esas sociedades nos exigen que realicemos grandes esfuerzos e invirtamos grandes recursos, pero, ante todo, nos exigen que decidamos, finalmente, cuál camino queremos tomar: el de la vida o el de la muerte, el de la integración o el del proteccionismo comercial, el de la educación o el de las armas. En Costa Rica, elegimos la vida, la integración comercial y la educación.

Amigas y amigos:

He venido a hablarles sobre algunos logros sociales y económicos de Costa Rica, sabiendo que es mucho en lo que Puerto Rico nos aventaja. Soy el menos indicado para señalar qué cosas puede o debe cambiar Puerto Rico para dar el salto al desarrollo. Eso, ustedes lo saben mejor que yo. Sería muy pretencioso de mi parte decirles que tengo las respuestas infalibles a sus preguntas. Ahora bien, si hemos de encontrar esas respuestas, debemos desprendernos del miedo a cambiar y de los prejuicios que nublan nuestro entendimiento. Nada mejor que una Cámara de Comercio, colmada de empresarios creativos y esperanzados, para abrirle los ojos a un pueblo que merece vislumbrar el horizonte de sus posibilidades.

Yo aún espero un nuevo día para Puerto Rico, como para el resto de América Latina y el Caribe. Espero un futuro de grandeza para nuestros pueblos. Llegará el día en que la democracia, el desarrollo y la paz llenarán las alforjas de la región. Llegará el día en que cesará el recuento de las generaciones perdidas. Puede ser mañana, si nos atrevemos a hacerlo. Aún estamos a tiempo de redimirnos, y hacer verdadera esa promesa que nos encomendó la historia: la de que en nuestro suelo siempre hay una segunda oportunidad. Aún estamos a tiempo de alumbrar orgullosamente en el planisferio como la tierra de la libertad. Aún los boricuas están a tiempo de seguirle cantando a su isla la estrofa de esa canción de un reconocido artista puertorriqueño, que dice: “preciosa, preciosa, te llaman los hijos de la libertad.”

Muchas gracias.