Secretario General del Partido Liberación Nacional, el 12 de octubre de 1982, en el II Congreso de la Juventud Liberacionista.
Un 12 de octubre de 1951, un grupo de preclaros ciudadanos fundó el Partido Liberación Nacional. Desde aquel día, lejano en el calendario, pero hoy más cerca que nunca del corazón de los costarricenses, han transcurrido treinta y un años. De los 2.300.000 habitantes que en la actualidad formamos la patria, más de dos terceras partes no había nacido cuando se fundó el partido. De estos nuevos costarricenses, una inmensa mayoría abraza hoy los ideales liberacionistas.
¿Por qué ha sucedido esto? ¿Cómo se explica que cada vez más jóvenes, hombres y mujeres, obreros y empresarios, campesinos y estudiantes, abracen y renueven el ideal liberacionista?
Hay una respuesta: son treinta y un años durante los cuales el costarricense no ha conocido el destierro político para ninguno de sus conciudadanos.
Son treinta y un años en que el costarricense no ha visto en sus cárcel a hombre alguno por su ideales políticos.
Son treinta y un años sin matanzas de trabajadores y estudiantes.
Son treinta y un años de traspaso limpio y democrático de gobierno en la Presidencia de la República y en la Asamblea Legislativa.
Son treinta y un años de pluralismo y libertad. Treinta y un años de progreso y renovada esperanza de bienestar.
Son treinta y un años de lucha interminable por lograr una mayor justicia social.
Ningún país de América Latina, y muy pocos en el mundo pueden afirmar lo mismo. Millones de hombres y mujeres en naciones de todos los continentes, orientan el quehacer de sus vidas tan solo para poder disfrutar de alguno de estos privilegios que nosotros hemos sabido transformar en derechos, en parte de nuestro modo de ser, en lo más preciado de una idiosincrasia que exhibimos con orgullo. Si Octavio Paz dijo que Hispanoamérica era una porción excéntrica de Occidente, los costarricenses podemos decirle al mundo que somos una porción excéntrica de Hispanoamérica.
No es por casualidad que Costa Rica es el país más democrática, pacífico y libre de América Latina. Es el resultado de muchos factores. Algunos de estos son muy obvios para todos nosotros: el espíritu republicano de nuestros primeros gobernantes; el énfasis que se le otorgó a la educación desde el siglo pasado; la conciencia libertaria y democrática de los liberales de principios de siglo: los ideales de justicia social que ha venido incorporando sociedad desde la época de González Flores.
Nada, sin embargo, ha robustecido más nuestro sistema democrático que la abolición del ejército. Idea extraordinaria y grandiosa de un gran hombre también extraordinario y grandioso: José Figueres. La historia algún día tendrá que reconocer el profundo significado y trascendencia de este insólito acto realizado por José Figueres, «el único general victorioso del mundo que disolvió su ejército», como con acierto lo definió la juventud de mi partido.
Existen, por otro lado, factores menos visibles pero no por eso menos importantes. Tenemos un carácter Discurso pronunciado por el Dr. Oscar Arias Sánchez, Secretario General del Partido Liberación Nacional, el 12 de octubre de 1982, en el II Congreso de la Juventud Liberacionista. nacional cincelado a través de los siglos, que ha sido y es un factor importante en el desarrollo de la democracia política y social de Costa Rica. Los costarricenses hemos comprendido, desde los albores de nuestra historia republicana, que la capacidad de negociación, la tolerancia, el diálogo y el respeto a los ideas ajenas son la esencia de la democracia. Nuestro pueblo ha preferido tradicionalmente la negociación a la confrontación, el diálogo al insulto. Hemos aprendido que es mejor convencer que vencer.
No son las Constituciones ni las leyes las que crean las democracias. Para que la democracia sea una experiencia real auténtica los principios que la sustentan deben, en primer lugar, haber calado en las mentes y en los espíritus de los individuos que la forman.
No importan cuáles hayan sido los errores o aciertos de Liberación Nacional en el ejercicio del poder, nuestro partido siempre ocupará la más gloriosa página en la historia patria, porque su identificación con el disfrute de estas libertades y esperanzas es algo que ni el más mezquino de los hombres podrá negar.
El Parido Liberación Nacional nació a la vida política con el Máuser del «Glostora» aún humeante en sus manos, y esa génesis es el escudo que ha impedido, e impedirá, que la voluntad popular pueda ser burlada. Nació para que nunca más se trate de imponer en nuestra patria verdades absolutas. Nació para que el derecho a la discrepancia sea parte del alma de nuestro pueblo. Nació para afirmar el valor y la fuerza de las ideas frente a la adversidad. Nació para rechazar las soluciones únicas, dogmáticas, deshumanizantes, provengan éstas de donde provengan. Nació para que nunca nadie esté por encima de la ley. Nació para que sea imposible justificar la represión, la disciplina de las armas, el imperio del odio. Liberación Nacional nació para que la justicia social aumente la libertad, jamás para disminuirla en su nombre.
Al niño costarricense no hay que enseñarle en qué consiste la libertad: él la vive diariamente. La libertad no se define, se ejerce. Para nosotros la libertad no es una posibilidad, es una vivencia. Es libre el obrero cuando recurre a la huelga y el artista cuando pinta, canta o compone la música que le viene en gana, y el educador que puede escoger su bibliografía, porque no hay textos oficiales. Es libre el que denuncia una injusticia sin temerle al comisario o al gulag. Es libre quien puede siempre decirle no al poder.
No es posible, en un aniversario del Partido Liberación Nacional, dejar de mencionar a algunos de sus hombres más sobresalientes: José Figueres, Rodrigo Facio, Francisco Orlich, Daniel Oduber, Luis Alberto Monge. A todos ellos el país les debe una enorme cuota de gratitud. Para don Luis Alberto renovamos hoy el apoyo unánime del partido en las horas difíciles en que le corresponde conducir los destinos de la patria.
En el transcurso de estas tres décadas, los cambios ocurridos en los campos económico, social y cultural deben hacernos sentir orgullosos, pues muy pocos países de nuestra América lograron un desarrollo tan acelerado, dentro de un sistema político eminentemente democrático, en donde el disidente no tiene por destino el exilio, ni la cárcel, ni el cementerio, ni el silencio. En los regímenes totalitarios el disidente corre muy distinta suerte. Cuando a Lenin se le preguntó cuál sería el papel de la oposición en su gobierno, respondió: «Dejaremos que se mueran de hambre». Para los costarricenses no hay democracia sin oposición, pues la esencia misma de todo sistema democrático es el control político sobre el gobernante, y ese control solo puede ser ejercicio por una oposición fuerte y organizada. Desde este punto de vista, lo peor que le puede suceder a un país es que, aunque no en forma institucionalizada, un partido político adquiera proporciones tales que lo conviertan de hecho en partido único. El verdadero demócrata no solo permite la existencia de la oposición, sino que la auspicia y lucha por fortalecerla. Esto es lo que diferencia a Costa Rica de la Chile de Pinochet y de la Nicaragua de los Comandantes.
A partir de 1978, cuando la demagogia se convirtió en ideología y la ideología se convirtió en demagogia, se inició un proceso de empobrecimiento en el cual todavía hoy nos encontramos sumidos. La esperanza de nuevos horizontes para la patria se desvaneció ante la ausencia de imaginación y capacidad creadora por parte de nuestros gobernantes. En mi carácter de Secretario General del partido, pedí rectificaciones oportunamente, porque todavía no era demasiado tarde para enmendar rumbos. Hoy, desafortunadamente, el daño está hecho. Como consecuencia de una devaluación y un proceso inflacionario sin precedentes en nuestra historia económica, para que el costarricense recupere el nivel de vida que tenía en 1978, es posible que haya que esperar toda una década.
Hace cinco meses asumimos una responsabilidad histórica: superar los valladares a que nos enfrentamos y devolverle al costarricense la esperanza de nuevos horizontes de progreso. No es una tarea fácil. Algunos grupos no están dispuestos a ceder siquiera parte de sus privilegios, mientras que otros demuestran una intransigencia que pone en peligro la paz social. Con frecuencia, los esfuerzos por alcanzar una más justa distribución de los beneficios del desarrollo se estrellan contra la intolerancia de los poderosos o se desvanecen ante la indiferencia de quienes prefieren mantenerse en la comodidad del statu quo. No hay alternativa: si el cambio no lo hacemos a tiempo para economizar sangre, como convencidos socialdemócratas que somos, no faltará quien quiera hacerlo con sangre para economizar tiempo.
El reto del alma liberacionista es renacer en la crisis. Por ello, justicia en la crisis, cualquiera sea su costo, debe ser el camino de Liberación Nacional. No es posible ignorar que una enorme mayoría de la población sufre hoy en silencio la angustia de un deterioro económico que afecta sus necesidades más elementales. Para algunos —los menos— la crítica situación que hoy vivimos significa privarse de lo accidental, lo frívolo, lo innecesario. Para otros —los más— la crisis significa privarse de lo esencial, lo indispensable… comer o no comer.
Si hemos de preservar la democracia y la libertad —el principal legado de Liberación Nacional a las nuevas generaciones— requerimos una mayor justicia social. La lucha por más justicia es la principal inspiración ética de quienes forjaron el Movimiento de Liberación Nacional.
También se requiere más solidaridad. El egoísmo de ciertos grupos sociales y su indiferencia frente a la situación de necesidad de muchos de sus connacionales, atenta contra el clima de armonía y justicia que postulan los más caros principios de la sociedad costarricense. Desafortunadamente, este egoísmo tiende a aumentar en épocas de crisis como la que hoy vivimos, cuando la inflación y la devaluación de nuestra moneda acentúa las diferencias sociales, haciendo más rico al rico y más pobre al pobre. Propongámonos que la solidaridad oriente las relaciones sociales en nuestro país, para que sea la justicia, y no una mal entendida caridad, la que defina al ser costarricense.
Si hemos de preservar nuestra democracia y nuestra libertad, se requiere más tolerancia. El empobrecimiento que genera la crisis nos lanza, con alarmante facilidad, a la amenaza, al insulto personal, a la paralización de actividades, al despido arbitrario. ¡Cuántas veces hemos descubierto los costarricenses que, luego de ejecutados los actos de impaciencia y efectuado el recuento de daños y beneficios, el viejo diálogo, despreciado por lento, renace siempre como el instrumento más adecuado! Todo conflicto que se resuelve mediante el diálogo robustece, es un paso adelante. Todo conflicto resuelto por la violencia deja estelas de rencor, semillas de desconfianza.
Finalmente, para preservar nuestra democracia y nuestra libertad, debemos luchar por el fortalecimiento de los valores éticos, bandera que siempre ha enarbolado nuestro compañero, hoy Presidente de la República, Luis Alberto Monge. Mandato de esa bandera es devolverle al gobernado la credibilidad en su gobernante, y enterrar para siempre la práctica inmoral de utilizar el poder político para adquirir poder económico. Para el hombre público, la honestidad no es una virtud; es una sagrada obligación.
El pueblo costarricense ha demostrado que es un pueblo sensato y maduro, que ya pasó su adolescencia política. Hoy, en plena crisis, más que nunca antes, debemos rescatar y resaltar nuestras virtudes. Estoy convencido de que, si no reforzamos nuestros valores, las posibilidades de salir de la crisis son casi nulas. Debemos producir más y debemos exportar más, pero con el mismo tesón y esmero debemos afinar y profundizar las reservas espirituales de nuestro pueblo.
Costa Rica no caerá en la tentación totalitaria ni en la tentación anarquista. Caer en esta tentación sería transitar por el conocido y doloroso camino de otras sociedades latinoamericanas: años de violencia, de odio, de miseria, de arbitrariedad, para, al cabo de tanto sufrimiento, luchar de nuevo incansablemente por gozar el sol de la paz, la democracia y la libertad.
Demostrémosle, una vez más, al mundo que existe un pequeño país, que, enclavado en una región convulsa, sigue siendo ejemplo de convivencia pacífica y civilizada. Yo me siento profundamente emocionado cuando me percato de las reservas espirituales de nuestro pueblo.
Las enseñanzas del pasado, de treinta años de historia económica y social, deben hacernos reflexionar en la construcción del futuro. Nos toca vivir en un mundo cada vez más hostil y egoísta, en el que se condena día a día a miles de seres humanos a vivir en la miseria más abyecta, amenazándose, de esta manera, la paz mundial.
Es necesario que el joven jamás doblegue su sana rebeldía, su idealismo, su disconformidad con el estado actual de las cosas, para que no merme en la lucha futura por modificar las anacrónicas estructuras vigentes en las relaciones internacionales, y no nos conformemos cuando una gran potencia nos concede dádivas. La estatura moral que tiene un pueblo que ha alcanzado el grado de civilidad de nuestro país, nos permite y nos obliga a asumir un liderazgo. Si hemos de forjar nuevos caminos en el ámbito internacional, también debemos abrir nuevos caminos dentro de nuestras fronteras. Esta es, jóvenes de mi partido, la responsabilidad de ustedes.
En el campo social, no podemos tornarnos insensibles ante la existencia de 100.000 desocupados; 100.000 desocupados que no hacen huelgas, ni paros, ni desfilan por las principales avenidas de la ciudad capital; 100.000 desocupados que significan 500.000 seres humanos que padecen hambre. Y quiero que sepan de más del 75% de estos desocupados son jóvenes menores de 30 años.
En el campo económico, la tarea fundamental de hoy consiste en generar nuevas fuentes de trabajo. Si el Estado costarricense no va a ser en el futuro inmediato el empleador que antaño fue, y si el sector industrial, ante los innumerables problemas que lo agobian, no tendrá en los próximos años el mismo dinamismo de las últimas dos décadas, es inevitable que volvamos los ojos hacia el sector agropecuario. Gobernar es escoger. Si queremos hacer de todo, no haremos nada. Para absorber el creciente influjo de los jóvenes, hombres y mujeres, al mercado de trabajo, es urgente una mejor participación de la tierra rural. Ya le llegó la hora al latifundio improductivo, a la tierra inculta, a la hacienda de baja productividad, al terrateniente que alquila sus tierras en lugar de trabajarlas él.
En 1930, un sencillo campesino escribió lo siguiente:
«La tierra debe ser para quien la cultiva, no para quien tenga la escritura…
Debemos conformarnos con lo que podamos cercar, limpiar y atender. Lo demás debe ser para que lo vayan sembrando los que puedan… Extienda usted los potreros cuanto pueda, pero no nos pongamos a pelear contra los que, sin escritura que los ampare, tienen deseos de trabajar y se meten en tierras abandonadas por muchos siglos, vírgenes del todo… Yo poseo bastante, pero de lo que estoy convencido es de que uno no necesita más tierra que el pedacillo donde lo han de enterrar. Yo quiero vivir en paz para que cuando muera no tenga nadie derecho a revolcarme ese pedazo de tierra a que aspiro.»
Este sencillo campesino se llamó Julio Sánchez, y quiero decirles, con orgullo, que fue mi abuelo.
La experiencia de tres décadas nos demuestra que no es posible lograr una sociedad más igualitaria —meta fundamental de todo socialdemócrata— mediante el sistema tributario, o la política de salarios crecientes (que ya no lo son debido a la elevada inflación de hoy), o las instituciones públicas orientadas a la satisfacción de necesidades básicas —como el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS)—, o los programas gubernamentales con propósitos similares —como el de Asignaciones Familiares—. Convenzámonos, de una vez por todas de que no es posible distribuir riquezas sin distribuir propiedad.
En el campo político, no quisiera que transcurriera más tiempo sin que iniciáramos el proceso de descentralización administrativa y política que el país exige. La esencia misma de la democracia es la distribución del poder político, y ese poder está hoy en menos manos que en 1951, cuando nació el Movimiento de Liberación Nacional.
Si no trasladamos poder a los gobiernos locales y hacemos una realidad nuestras prédicas electorales, de desear para nuestros hijos una democracia cada vez más participativa, habremos de alienar a miles de miles de jóvenes que desean participar en la toma de decisiones que los afectan.
Jóvenes de mi partido: Ustedes deben constituirse en los principales protagonistas de este cambio. La sana rebeldía que caracteriza al joven de espíritu, la alta dosis de idealismo que les es propia, la fuerza con que anhelan innovar, son las mejores armas para asegurarnos de que nunca la justicia, la honestidad y la libertad se aparten del ideario del partido y de los programas de gobierno.
Esto no es fácil, pero no es imposible. Soy optimista y sé que habremos de lograrlo. Tengo muchas razones para pensar así, aunque solo citaré una: mi fe inquebrantable en los jóvenes de mi partido, porque, como ha dicho el inmortal poeta español Miguel Hernández:
«La juventud siempre empuja, la juventud siempre vence…»