Oscar Arias Sánchez
Ex Presidente de la República
Hoy nuestra libertad se encuentra de nuevo amenazada, y no serán las armas las que la protegerán. No serán las armas las que nos permitirán ponernos de acuerdo ideológicamente. No serán las armas las que repartirán pan y justicia. No serán las armas las que nos harán más libres. Para proteger nuestra integridad y nuestros derechos serán necesarias acciones mucho más sofisticadas que jalar el gatillo de un arma, o poner un arma en las manos de cada uno de nuestros ciudadanos, para que se defiendan a sí mismos. Las nuestras son sociedades cada vez más complejas que demandan políticas nuevas y ambiciosas para garantizar la convivencia social. En esta hora, la sabiduría de nuestros pueblos no está en tomar las armas para resolver sus problemas. Estará, por el contrario, en dejarlas.
En la actualidad, hay un arma de fuego por cada diez habitantes del planeta. Eso es aberrante. Cada año, se fabrican 8 millones más, junto con 14.000 millones de unidades de munición militar, es decir, 2 balas por persona, incluidos niños y niñas. ¿Es posible, verdaderamente, argumentar en favor de un potencial destructivo de dimensiones tan apocalípticas? ¿Es posible, verdaderamente, defender una realidad por la cual puede morir el mundo entero y todavía alcanzar para una matanza idéntica?
Durante los últimos veinte años, la proporción de homicidios dolosos perpetrados con armas de fuego ha aumentado sistemáticamente en todos los países latinoamericanos. El 42% de los homicidios con arma de fuego que cada año ocurren en el mundo, tienen lugar en América Latina, donde vive menos del 10% de la población mundial. Quien cree que duerme seguro porque ha adquirido un arma, ignora que el peligro que esa arma implica nunca duerme. Está demostrado que la proliferación de las armas de fuego entre la ciudadanía se traduce siempre en un aumento de la violencia y los crímenes. Es decir, que al adquirir armas para protegernos del peligro, estamos engendrando el peligro.
Este problema se ha agravado con el tiempo, porque las armas ya no solo llegan a los hogares, sino que también viajan en las manos de niños y jóvenes a las escuelas y colegios. Ahora llegan fácilmente a las manos de grupos terroristas que combaten gobiernos democráticos. Ahora forman parte esencial de los activos de grupos criminales organizados y de narcotraficantes que, en el mejor de los casos igualan los arsenales estatales, y en el peor de los casos, los superan. Contrario a lo que predican algunos, no existe seguridad en las armas. No existe seguridad, porque las armas son mercenarios que se arrodillan ante cualquier persona, grupo o gobierno.
Debemos, también, contar con un instrumento legal que regule el tráfico de armas. Se han adoptado importantes decisiones internacionales sobre el narcotráfico, sobre la trata de personas, sobre la esclavitud, pero aún seguimos sin adoptar una decisión sobre el tráfico de armas. Sinceramente, no creo que podamos esperar más. Estamos pagando con vidas humanas la inacción de organismos constituidos precisamente para salvaguardar la paz y la seguridad internacionales.
Contar con una declaración mundial que contenga principios, reglas y procedimientos para regular el tráfico y la transferencia de armas, especialmente para evitar que las mismas terminen en manos de terroristas, delincuentes o genocidas, ha sido por décadas un deseo muy cercano a mi corazón, al de la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano y al del pueblo costarricense. Durante mi pasada Administración presenté ante la Asamblea General de Naciones Unidas el Tratado sobre la Transferencia de Armas, que se encuentra en conocimiento de esta organización, y que pretende prohibir la transferencia de armas a Estados, grupos o individuos, cuando exista razón suficiente para creer que esas armas serán empleadas para vulnerar los derechos humanos o el Derecho Internacional. Ningún Gobierno en la historia de este país ha presentado un texto de tal trascendencia internacional para disminuir la violencia y, también, para reducir la pobreza, porque está demostrado que el gasto en armas subvierte las expectativas de desarrollo de los países más pobres del planeta.
Sé que no será fácil lograr la aprobación de este Tratado. Muchos son los intereses políticos y económicos detrás del status quo en materia de producción, comercialización y tráfico de armas. Un status quo que se caracteriza, principalmente, por carecer de regulación. Empezar a regular un sector que se autoregula es ya, por sí mismo, complicado. Por esa razón, se requerirá de toda la ayuda posible, tanto por parte de organismos no gubernamentales como de los Estados.
Estoy convencido de que las armas han sido siempre una traición, la más baja traición a la dignidad humana. Las armas están hechas para matar, y punto. No conozco otro artefacto, ni siquiera una ideología, tan contraria a nuestro propósito sobre la Tierra. No existe un solo indicio que sugiera que la carrera armamentista y el comercio de armas han deparado al mundo un nivel superior de seguridad y un mayor disfrute de los derechos humanos. Por el contrario, no solo nos ha hecho infinitamente más vulnerables como especie, sino también más pobres.
Pero el gasto en armas no nos priva sólo de recursos económicos. Nos priva ante todo de recursos humanos. El más grande arsenal de genios en el mundo está en este momento trabajando en perfeccionar el armamento y los sistemas de defensa de algunas naciones. Ése no es su lugar. Su lugar es en los laboratorios en donde se creen medicamentos accesibles para toda la humanidad. Su lugar es en las aulas en donde se formen los líderes del mañana. Su lugar es en los gobiernos que requieren asesoría para proteger sus cosechas, sus ciudades y sus poblaciones, de los efectos del calentamiento global.
Imaginemos, por un instante, lo que sería nuestra región si le otorgáramos más poder a los programadores y diseñadores, en lugar de a los coroneles y generales. Si destináramos nuestros recursos a comprar más libros y computadoras, en lugar de más misiles y tanques de guerra. Si en lugar de muros y cercas alambradas, nuestras fronteras compartieran cables de alta tensión o redes de fibra óptica. Si en lugar de repetir en los colegios la historia eterna de campañas bélicas, nuestros jóvenes tuvieran la oportunidad de asistir a ferias científicas y competencias de matemática. Imaginemos esa América Latina, ansiémosla, querámosla… y subámonos las mangas de la camisa, porque nos toca a nosotros construirla.